En busca de un gobierno justo, ¿quién debería gobernar? ¿Los filósofos, los científicos, los economistas o los políticos?

Justificación.

Durante la reciente campaña electoral de los EEUU, en el mitin celebrado en Carson City el 19 de octubre de 2020, el candidato a la presidencia por el Partido Republicano Donald Trump, descalificando a su rival Joe Biden, llegó a gritar amenazadoramente: «Si lo votáis, escuchará a los científicos».Y añadió: «Si yo hubiera escuchado totalmente a los científicos, ahora mismo tendríamos una depresión tremenda, pero en cambio vamos como un cohete. Mirad los números». En una misma frase, Trump había reunido la ciencia, la economía y la reflexión política-filosófica, lo que justifica, sin más, que entremos a glosar el rótulo de este spot.



Los filósofos. 

La cosa comenzó ─como no podría ser de otra manera tratando de la forma de gobierno de la res-pública─ con Platón. En su magna obra La República, propone el gobierno de los filósofos, ni más ni menos. Veamos.

Lo que Platón sugiere es que un filósofo es ideal para gobernar porque, por definición, un filósofo es quien ama la verdad y se ha librado de los deseos mundanos que corrompen el carácter, puesto que, necesariamente, si es que es un verdadero filósofo, su naturaleza permanece en la contemplación y defensa de las Formas, esto es, los arquetipos o los principios (éticos y estéticos) que trascienden el condicionamiento temporal. Platón considera que el filósofo es el hombre capacitado para gobernar porque ha logrado incorporar su conocimiento de manera integral a su vida.

En cierto sentido, la presencia del ministro/filósofo Salvador Illa al frente de la Sanidad Nacional, se compadece con las ideas de Platón.

Los científicos.

Ha quedado claro en varias ocasiones que el presidente Trump no se fía de los científicos. Quizá recuerde que, en virtud de la tercera ley de Newton de la mecánica clásica (ampliada), a «toda opinión de un científico se opone otra igual de otro científico que dice lo contrario».

Más en serio podemos seguir la argumentación de Ulrich Beck en su obra La Sociedad del Riesgo (1983). Sostiene que el movimiento científico se ha constituido (científicamente) mediante prácticas investigadoras al margen de la acción. La realidad ha perdido su valor. Los hechos no son fragmentos de la realidad, sino respuestas a cuestiones que habrían podido plantearse de forma diferente. Si se trata de otro especialista, otro programa de ordenador, otro instituto, estamos ante otra realidad. Cuando se reúnen tres científicos, entran en controversia quince opiniones. La ciencia se ha humanizado y muestra errores, fallos y emociones. Grupos y grupúsculos vecinos se aíslan y asocian para conseguir el primado de la aplicación, pero no en contacto con la práctica, sino en el laboratorio de investigación. Se entregan al lujo de la duda (llamada investigación básica) defendiendo obstinadamente su pretensión de infalibilidad. La producción (o movilización) de creencias se convierte en una fuerza central para la realización social de pretensiones de validez. Se constituyen comunidades de creyentes que defienden su verdadero saber frente al saber de legos. Las relaciones entre ciencia y práctica se conciben deductivamente. Los conocimientos elaborados científicamente ─según demanda─ se realizan autoritariamente de arriba hacia abajo. Si se producen resistencias se les pone la etiqueta de irracionalidades.

Por su parte, Hayeck en su clásica obra Camino de servidumbre (1944) escribió sobre los especialistas: Del venturoso defensor del ideal de su especialidad al fanático, con frecuencia no hay más que un paso (…) Difícilmente habrá un mundo más insoportable ─y más irracional─ que aquel en que se permitiera a los más eminentes especialistas en cada campo proceder sin trabas a la realización de sus ideales». Al fin, Popper en La sociedad abierta y sus enemigos (1945)afirma contundentemente que «todo aquel que intenta traer el cielo a la tierra acaba trayendo invariablemente el infierno».

Con estos condicionantes no resulta de extrañar la respuesta ofrecida por la ciencia hasta estos momentos frente a los problemas originados por la pandemia del Covid-19. Con un mayor angular cabría preguntarse: ¿qué han aportado los científicos cuando han ocupado altos cargos de gobierno?

Los economistas y los políticos.

Nos vamos directamente a la última encíclica del Papa Francisco: Fratelli Tutti (2020), parágrafo 177: La política no debe someterse a la economía y esta no debe someterse al paradigma eficientista de la tecnocracia. Aunque haya que rechazar el mal uso del poder, la corrupción, la falta de respeto a las leyes y la ineficiencia, no se puede justificar una economía sin política, que sería incapaz de proporcionar otra lógica que rija los diversos aspectos de la crisis actual. Al contrario, necesitamos una política que piense con visión amplia, y que lleve adelante un replanteo integral, incorporando en su diálogo interdisciplinario los diversos aspectos de la crisis. Pienso en una sana política, capaz de reformar las instituciones, coordinarlas y dotarlas de mejores prácticas, que permitan superar presiones e inercias viciosas. No se puede pedir esto a la economía, ni se puede aceptar que esta asuma el poder real del Estado.

Poco más adelante, en el punto 186 nos ilustra con un ejemplo: Si alguien ayuda a un anciano a cruzar un río, y eso es exquisita caridad, el político le construye un puente y eso también es caridad. En algún momento posterior a la Encíclica, Francisco sostiene que la política es una alta manifestación de la caridad.

Bajando al nivel profano, podríamos concluir el examen de los economistas de la mano de Ulrich Beck cuando viene a decir que, ahora, después de la crisis financiera/económica del 2008, cuyos efectos seguimos soportando, se pretende que el diablo de la economía se santigüe con el agua bendita de la nueva ética y adopte una apariencia de santo en relación con el poder.

Por fin, ¿quién debería gobernarnos?

Daniel Innerarity ha afirmado recientemente que la crisis de la pandemia ha puesto de manifiesto que los políticos pueden menos de lo que parece y los científicos saben menos de lo que creíamos. Lo cual podría pensarse que es una venganza de los filósofos contra los otros. A lo que se podría añadir también que los economistas se han lucido con la crisis de 2008 que no vieron venir a pesar de su suficiencia.Pero vayamos adelante.

Al fin, ¿qué político desearíamos para gobernar? Se trata de un viejo problema que ha preocupado a ilustres pensadores de cualquier época. La respuesta que ofrecemos en estas líneas la traemos de la mano de Albino Luciani (Papa Juan Pablo I, de 33 días de duración) en su libro Ilustrísimos Señores (1976). El texto del Papa se basa en la carta 24 de San Bernardo, con motivo de un Cónclave medieval. Los cardenales estaban dudando entre tres candidatos que se significaban uno por la santidad, otro por su elevada cultura y el tercero por su sentido práctico. Ante la elección dijo San Bernardo: ¿Qué el primer candidato es santo? Pues bien, oret pro nobis, que diga algún padrenuestro por nosotros, pobres pecadores. ¿Es docto el segundo? Nos alegramos mucho, doceat nos, que escriba cualquier libro de erudición. ¿Es prudente el tercero? Iste regat nos, que este nos gobierne y sea designado papa».