Los trasvases y la política de aguas

«No comprendo cómo se puede combatir lo que no se estima. Sólo los grandes errores incitan a ser debelados. Y una idea sólo puede adquirir el tamaño de grande error cuando arrastra consigo una verdad de alto porte. De otro modo, no podría tenerse en pie, ganar adeptos y proliferar. Un gran error es siempre una gran verdad exagerada, violentada».

Ortega y Gasset, 1925. «El Espectador»

Antes de llegar a los trasvases, tema principal del presente escrito, conviene hacer —siquiera brevemente—un repaso histórico a la política de aguas en nuestro país.

Hacia 1900 la sociedad española se hallaba sumida en una profunda crisis originada por la pérdida de las últimas colonias. Los ojos se volvieron hacia el interior, tratando de buscar vías para lo que posteriormente se llamaría política de desarrollo. Una de las ideas-fuerza encontrada fue la denominada política hidráulica, con fuerte intervención estatal, preconizada desde décadas atrás por Joaquín Costa como expresión «de la política que cumplía seguir a la nación para redimirse». Esta política se materializó en el Plan Gasset de 1902, primer plan hidrológico español que dio inicio al protagonismo casi exclusivo del Estado en la financiación y construcción de obras hidráulicas, abandonando la ineficacia del liberalismo que había dominado con anterioridad (ideas individualistas, se denominaban entonces). A finales del siglo XIX las ideas dominantes reducían el papel del Estado a guardia de tráfico de los intereses particulares. Con las nuevas ideas se pasó desde una política de demanda (obras planteadas y realizadas por la iniciativa privada) a una política de oferta desde el Estado. Se trató de un plan elaborado de abajo arriba: los ingenieros de las distintas demarcaciones hidráulicas propusieron las obras a realizar, que presentaron al ministro de turno en forma de Avance del Plan de Canales y Pantanos alimentadores, recogido en detalle en sucesivos números de la Revista de Obras Públicas de 1900. El Plan trataba de redimir la situación económica española mediante la producción de alimentos por medio del riego y la protección frente a los daños devastadores causados por las avenidas e inundaciones. En aquellas fechas, dos terceras partes de la mano de obra trabajaba en el campo y los puertos españoles se encontraban invadidos por multitudes que veían en la emigración la solución a sus problemas. A Rafael Gasset, ministro de Fomento en nueve ocasiones, se le debe reconocer el haber sentado las bases de lo que después se denominaría siglo de oro de la ingeniería hidráulica española. Además del Plan de 1902, actualizado posteriormente en sucesivas versiones, a Gasset se le debe la Ley de auxilios de 1911, de larga vigencia, que posibilitó la intervención decidida del Estado en el campo de las obras hidráulicas.

En 1926, dentro de la moda del intervencionismo y centralización estatal, en la dictadura de Primo de Rivera, se crea la primera Confederación Hidrográfica, la del Ebro. Su objetivo principal era la realización de un plan coordinado y metódico de los aprovechamientos hidráulicos de la cuenca. En el mismo año se crea Campsa, monopolio de petróleos, y al año siguiente, en 1927, la Compañía Telefónica Nacional de España, monopolio de teléfonos. Podemos considerar el camino dispar que han llevado estos otros monopolios del Estado. Ahora ya no se plantean planes estatales vinculantes de energía o de comunicaciones. Sólo pervive, con fuerza de ley, los planes respecto al aprovechamiento de los recursos hídricos. Volveremos más adelante sobre esta cuestión.

El acuerdo técnico, político y social respecto al desarrollo de obras hidráulicas con destino al riego se ha mantenido hasta las últimas décadas del siglo XX. Basta recordar que el Plan Nacional de Obras Hidráulicas de 1933, elaborado por Lorenzo Pardo siendo ministro Indalecio Prieto, no se pudo aprobar porque cuando Prieto lo llevó a Las Cortes cambió el Gobierno. El ministro que lo sustituyó, Rafael Guerra del Río, prohombre del partido radical, lo defendió sin cambiarle una coma. Después de la Guerra Civil, Peña Boeuf inició la puesta en marcha de las obras contenidas en ese plan, aunque ocultando su procedencia.

El cénit del desarrollismo de las obras hidráulicas con destino al riego lo constituyen los Planes de Desarrollo Económico y Social, copia de sus homólogos franceses, que a su vez se inspiraban en los famosos planes quinquenales soviéticos. Eran vinculantes para el sector público e indicativos para el sector privado. En materia de aguas, estaban guiados por una rotunda política desde la oferta, considerando que si en alguna región existía una apetencia de riegos, el Estado estaba en la obligación de suministrar los recursos a precios baratos, construir las necesarias infraestructuras y llevar a cabo las labores de transformación. En el segundo de los tres planes de desarrollo que se llegaron a elaborar, referido al periodo 1969-71, se incluía el Trasvase Tajo-Segura.

Todo ello nos pone de manifiesto que la política hidráulica seguida por los diferentes gobiernos a lo largo del siglo XX ha sido idéntica en sus objetivos fundamentales: una política de oferta desde el Estado destinada predominantemente a la producción agraria por medio del riego.

Las realizaciones de esta política durante el siglo XX han sido brillantes, tanto en el abastecimiento urbano-industrial de nuestras principales ciudades como en la producción de alimentos por medio del riego, lo que unido a la producción de energía hidroeléctrica (en este caso, por la iniciativa privada), primero posibilitaron el mantenimiento económico en las décadas de la autarquía, y después el notable desarrollo de los años 60. Pero a finales de los años 80, esta política de oferta había agotado sus potencialidades y se mantenía por simple inercia. Hasta el punto que en la década de los 90, durante la elaboración del Plan Hidrológico Nacional, mientras que desde la administración hidráulica se proponía seguir un fuerte ritmo de construcción de embalses y transformaciones en regadío, la administración agraria (a la vista de los derroteros de la PAC) se oponía a estas actuaciones, proponiendo a su vez una política de consolidación y mejora de las áreas de regadío existentes.

Las realizaciones de la política seguida durante el siglo XX se pueden resumir en unas cifras: más de 1300 grandes presas, cuyos embalses poseen una capacidad de almacenamiento de unos 54 000 millones de metros cúbicos, que sitúan a nuestro país en el cuarto lugar del mundo en cuanto al número de grandes presas; unos 3,4 millones de hectáreas regadas, con excedentes agrícolas en determinados sectores, casi la mitad de cuya superficie se suministra con aguas reguladas por obras del Estado. Con ello queda de manifiesto la gran labor realizada y los excelentes resultados alcanzados.

Fuera de esta política quedaron las aguas subterráneas, olvidadas en las enseñanzas oficiales hasta la década de los 70, y siendo relegado su aprovechamiento por la administración hidráulica a un papel secundario cuando no inexistente. Hacia 1970 se sostenía en los medios oficiales que la explotación de las aguas subterráneas haría disminuir la regulación de los embalses, a los que se concedía total prioridad. La iniciativa privada suplió ampliamente este olvido, transformando unas 900 000 hectáreas regadas total o parcialmente con aguas subterráneas, alumbradas en más de un millón de pozos y sondeos; pero fruto de su intensiva explotación se han presentado situaciones de sobreexplotación en algunas regiones, con su trilogía de secuelas asociadas: degradación ambiental, declive económico y desintegración social. Estas situaciones reclaman una seria atención para, mediante los planes de ordenación adecuados, revertir las tendencias. El concepto de sobrexplotación se ha extendido posteriormente a los ríos y embalses.

Completa el panorama del aprovechamiento de los recursos hídricos en nuestro país, el millón de hectáreas de riego privadas alimentadas predominantemente a partir de corrientes superficiales.

La política de oferta desde el Estado de aguas superficiales impregnó durante muchas décadas la enseñanza y la práctica profesional de los ingenieros hidráulicos. Uno de sus paradigmas más representativos era la regulación de los ríos. Se trataba de construir presas en aquellas cerradas que presentasen características adecuadas con el fin de generar recursos que pudieran ser utilizados para usos hipotéticos, sin preocuparse excesivamente de la existencia de demandas solventes y de temas económicos y sociales. Es decir, se ponía el acento en la oferta, en las infraestructuras de impulsión para el desarrollo. Estas ideas —transformadas en creencias según la terminología de Ortega— venían reforzadas por la espectacularidad de las obras hidráulicas, su visibilidad política y el aislamiento de nuestro país durante décadas; aislamiento que obstaculizó hasta los años 80 la circulación de las nuevas ideas que iban apareciendo en los países desarrollados.

Ante el número de grandes presas construidas en nuestro país (sobre todo en relación con la relativa exigüidad de los caudales de nuestros ríos y su elevada irregularidad), parece que la era de la construcción de estas infraestructuras está tocando a su fin. No se quiere decir que no se pueda y deba construir alguna más, cuando así lo justifique la necesidad social y los correspondientes proyectos pasen por las pilas bautismales de las viabilidades técnica, económica, social y ambiental; pero ya poco aportarán al panorama general nacional. Tampoco se quiere decir que se trate de una actividad que deban abandonar los ingenieros hidráulicos; al contrario, tanto la construcción de presas en los países en desarrollo —aportando la experiencia españo­la—, como los temas de seguridad, mantenimiento y explotación de nuestras presas, son temas prometedores para los jóvenes ingenieros. Lo que no parece que se vislumbre es la vuelta a la construcción de decenas de presas por año con vistas a la transformación de nuevas superficies de regadío; nuevas superficies que, por otra parte, no son contempladas en nuestra política agraria ni en la Política Agraria Común europea (PAC).

En resumen, después de haber mantenido desde principios del siglo XX una política de oferta, ¿no habrá llegado la hora de pasar ahora a una política de demanda, de manera que sean las necesidades concretas de la sociedad civil (demandas en sentido económico), viables técnica, económica, social y ambientalmente, las que determinen las actuaciones a realizar (no sólo infraestructuras), y no las actuaciones desde la oferta —excitadas por intereses agrícolas particulares— las que generen sus propias demandas? Se trataría ahora de efectuar un cambio de agujas para que el tren de la argumentación circule en sentido contrario: nuestro país ha pasado al grupo de países desarrollados, en los que el sector primario presenta una importancia económica menor; nuestra agricultura viene a representar menos del 3% del PIB, empleando menos del 5% de la población activa; la globalización permite disponer de alimentos a precios inferiores (lo que se viene en denominar la importación de agua verde). Un claro ejemplo lo presenta la Comunidad Valenciana: la aportación de Benidorm al PIB de la comunidad, supera a la contribución del sector agrario (secano y regadío) del conjunto de sus tres provincias. En esas circunstancias, ¿sigue siendo racional continuar la política inercial de desarrollo de riegos por medio de la construcción de presas con fuertes inversiones (y subvenciones) públicas? Una crítica a la política de oferta fue formulada hace algunos años por Antonio Estevan, de la Nueva Cultura del Agua (prematuramente fallecido), indicando que la fe en su desarrollo se había instrumentado con base en una sobrevaloración de los recursos y las demandas unida a una minusvaloración de los costes.

Ahora volvamos al hilo de nuestro discurso. Los trasvases constituyen las últimas creencias hidráulicas desde el punto de vista de la oferta. En la década de los años 90 del pasado siglo, cuando se puso de manifiesto el agotamiento de la política de construcción de más presas y la transformación de crecientes superficies en regadío, se recurrió a la idea de las cuencas excedentarias y deficitarias, clasificación basada exclusivamente en las apetencias de agua de determinadas regiones (¿deficitarias?) frente a otras regiones que tenían apetencias menores para aprovechar económicamente sus recursos (¿excedentarias?) o rendimientos económicos menores. La solución tecnocrática consistía simplemente en llevar el agua de donde sobra a donde falta (trasvases). La falacia simplista del argumento se ponía de manifiesto sin más que considerar de que se estaba hablando de recursos naturales ligados al territorio y no meramente de recursos económicos, preguntándose retóricamente si sobraba o faltaba hielo en los polos, arenas en las playas o en los desiertos, árboles en los bosques o agua en los lagos o en el mar. Además se consideraba solamente una situación estática, anulando factualmente el desarrollo futuro de las cuencas cedentes.

No existe razón lógica para oponerse a satisfacer las necesidades de abastecimiento de una población, generación de energía eléctrica por medio de un salto de agua o el suministro de riego de parcelas, con recursos que se encuentren próximos aunque discurran por otra cuenca hidrográfica. Nuestra legislación contempla estas posibilidades bajo el epígrafe de trasvases de pequeña cuantía. No son estas actuaciones de cuantía moderada las que se entienden cuando se habla de trasvases; lo que se pone en discusión son los trasvases de grandes cantidades a notables distancias. Es decir, cuando llevados por la magnificencia de las actuaciones se exageran las pretensiones de grupos particulares y se violenta a la naturaleza, considerando que ésta ha cometidos errores a los que hay que corregir mediante una cirugía hidráulica, sin otras consideraciones.

El fallo principal en que incurren los creyentes en los grandes trasvases radica en que dan por supuesta una demanda medianamente solvente (sin profundizar excesivamente en sus características socio-económicas), y dan por supuesta la existencia de alguna fuente más o menos próxima de la que echar mano. También se cuenta con facilitar la operación con abundantes y generosas subvenciones a cargo de los contribuyentes, tanto en la construcción como en la explotación de las necesarias infraestructuras de conexión. Algún edil local llamó a estas infraestructuras de trasvase faranoicas, acertada contracción de faraónicas y paranoicas. En definitiva, los trasvases representan la culminación (y el desbordamiento) de la política de oferta desde el Estado.

Y aquí llegamos al nudo gordiano de la cuestión, enlazando con la cita inicial de Ortega. En los trasvases se parte de las necesidades de los receptores, pero no se tienen en cuenta las posibilidades de los cedentes, confundiendo los recursos reales con los necesarios. Se llega a este discurso cuando se exagera y violenta la situación. La cuestión se puede concretar de la siguiente manera: ¿cuál es el volumen que se puede detraer de un río en un punto determinado, ya sea para usos propios de su cuenca o para el trasvase a otras cuencas? En la pregunta van implícitos dos asuntos fundamentales: a) los temas de conservación (y recuperación) de los espacios fluviales (concepto mucho más amplio que el simple curso de una corriente de agua); b) el cumplimiento de la Directiva Marco del Agua europea en cuanto a la consecución de un buen estado ecológico de las masas de agua en los aspectos biológicos, hidromorfológicos y físico-químicos; c) la previsión de los usos suso y ayuso en la cuenca cedente y su evolución en el tiempo.

Resulta difícil presentar una respuesta de tipo general al anterior planteamiento, aunque sólo fuera con carácter orientativo. Quizá una idea nos la pueda proporcionar el índice WEI (Water Exploitation Index) utilizado por la Agencia Europea del Medio Ambiente, por medio del cociente entre el volumen detraído en un punto y los recursos medios a largo plazo en régimen natural en el mismo punto. Se considera que es recomendable no pasar de un índice del 20%; cuando el índice supera el 40% se entiende que se ha pasado a una situación de sobreexplotación de los recursos; algunos autores llegan a considerar un límite máximo del 60%. Se puede aceptar esta última cifra como un límite máximo ante el elevado grado de aprovechamiento de los recursos hídricos alcanzado en nuestro país. Por consiguiente se podría proponer como hipótesis de trabajo la siguiente regla: los volúmenes potencialmente detraíbles en un punto —in­clu­yen­do trasvases— no deberían pasar de un 40-60% de las aportaciones medias en régimen natural, porcentaje que no se debería sobrepasar en ningún punto del curso del río de que se trate, tanto aguas arriba como aguas abajo. Con ello quedarían protegidos tanto los aprovechamientos como los recursos naturales. En la elección de un valor del WEI entre los límites indicados se tendría en cuenta tanto la conservación de los espacios fluviales, como las expectativas de evolución futura de los aprovechamientos de la cuenca cedente; asimismo se fijaría el tiempo de validez de las correspondientes autorizaciones, tanto para la cuenca propia como para los trasvases.

La propuesta anterior se basa en el supuesto de que los beneficiarios de los trasvases asuman previamente el compromiso de adquirir unos determinados volúmenes a unos precios prefijados y en un periodo predeterminado. Solamente en esas condiciones podría intervenir el Estado en la financiación y construcción de las infraestructuras necesarias. Lo que se ha hecho últimamente ha sido justo lo contrario: el Estado, por medio del programa AGUA, ha construido previamente una serie de plantas desalinizadoras antes de suscribir el correspondiente acuerdo con los beneficiarios. En cuanto éstos han visto otras posibilidades más ventajosas, generosamente subvencionadas, han rechazado las aguas desalinizadas pidiendo desdeñosamente el achatarramiento de las instalaciones ya construidos con fondos públicos (europeos y nacionales). Es la última muestra de los resultados desafortunados de la política de oferta desde el Estado.

Dejaremos aparte las consideraciones territoriales producidas por los grandes trasvases: al succionar los recursos naturales de un territorio de menor renta, se aumentan los desequilibrios territoriales; desequilibrios que vienen reforzados al dirigir y concentrar el Estado las inversiones y subvenciones en las regiones receptoras. Tampoco entraremos en la burbuja hidroeconómica que se crea en la cuenca receptora ante el anuncio de agua abundante y barata, en ocasiones creando expectativas de difícil o imposible cumplimiento.

Podemos ir resumiendo. Los trasvases de reducida cuantía en relación con los recursos hidráulicos en un punto determinado, constituyen alternativas y soluciones racionales para resolver problemas de abastecimiento urbano-industrial, riego de parcelas o generación de energía por medio de saltos de agua; los análisis técnicos, económicos, sociales y ambientales serán, en definitiva los que ayuden a elegir la solución más favorable. Se tendrá que tener en cuenta la prioridad de la cuenca cedente.

Otra cuestión es el caso de trasvases de cuantía relativamente elevada en relación con los recursos de la cuenca cedente en el punto de derivación, es decir cuando se exagera y se violentan las situaciones. Caso paradigmático es el representado por el Trasvase Tajo- Segura. En el punto de derivación (embalse de Bolarque) las disponibilidades totales son de unos 700 hectómetros cúbicos al año (descontando el peaje de la evaporación en los embalses de regulación), frente a los 650 hectómetros cúbicos anuales en que sitúa la legislación la cantidad máxima trasvasable, con claro y flagrante olvido de la cuenca propia, a la que de manera ceremonial se sigue considerando prioritaria.

Además, como ha expuesto San Martin en su tesis doctoral, en un estudio económico sobre grandes trasvases de EEUU, Canadá y Australia, con evaluación a posteriori, se concluía que habían resultado rentables económicamente cuando tenían por objeto el abastecimiento urbano o la producción de energía; en cambio, presentaban resultados negativos cuando el objeto de los trasvases era el riego. En nuestro país se carecen de estudios a posteriori de este tipo; estudios en los que habría que incluir: a) los costes del recurso (coste de oportunidad) y costes ambientales en la cuenca cedente; b) las grandes, variadas y encubiertas subvenciones públicas que se han otorgado a las aguas trasvasadas. Los resultados de estos análisis permitirían comparar caeteris paribus los costes resultantes entre los trasvases y otras fuentes, como las mejoras de gestión intracuencas (e.g.: los mercados internos del agua) y las aguas desaladas.

Terminamos recordando que, en relación con la energía y las telecomunicaciones, el papel del Estado ha pasado de actor a regulador —aún con defectos y carencias en su nuevo papel—. Queda como relicto del pasado el intervencionismo del Estado en los aprovechamientos hidráulicos. Giddens, dentro del laborismo británico, sostenía que: «El Estado no debe remar, sino llevar el timón». Ello equivale a re-situar la intervención del Estado en el campo de las obras hidráulicas para el riego, en consonancia con las políticas energéticas y de las telecomunicaciones y, dentro del campo del agua, con las políticas de los abastecimientos urbanos y la producción de energía eléctrica. Por el contrario, la nueva administración del agua debería reforzar su papel de ordenación de los aprovechamientos, protección del dominio público hidráulico y supervisión de las explotaciones, así como en la conservación y recuperación del medio ambiente hídrico.

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