El cocodrilo del embalse de Valmayor, antecesor del vallisoletano del Duero

Los medios de comunicación han recogido profusamente la noticia de la aparición ─a primeros del presente mes de junio─ de un cocodrilo en el río Duero, cerca de la afluencia del Pisuerga, en las proximidades de Valladolid. Ha sido avistado por varias personas que, además de confirmar la noticia, le ponen dimensiones al reptil: más de dos o dos y medio metros, y hasta 250 kilos de peso. No se sabe si entre los avistadores había también niños, propensos a agrandar medidas y pesos.

Resulta que esta noticia me ha recordado lo sucedido en 2003 en el embalse madrileño de Valmayor, del abastecimiento a la Comunidad de Madrid por el Canal de Isabel II, acontecimiento que paso a contar a partir de los recuerdos de los fui una testigo circunstancial.

Trabajaba por entonces yo en Valladolid como letrada, en unas oficinas de la calle Muro, y me desplacé a Salamanca para asistir al Congreso de la Asociación Española de Abastecimiento de Agua y Saneamiento, que se celebraban en los primeros días del mes de junio de 2003.

El segundo día del Congreso salmantino bajé a desayunar en el comedor del hotel sentándome en la mesa en la que se encontraba Santiago Ramos, antiguo profesor mío, que me presentó al resto de los de la mesa, que eran compañeros suyos del Canal de Isabel II. Recuerdo el nombre de todos, pues tomé nota en la libreta que siempre llevaba conmigo: Alberto García Pérez, de frente despejada y con bigote mexicano; Bernardo López-Camacho, con aire ausente y burlón; Avelino Martínez, con modales de predicador. Todos ellos frisaban en los sesenta y se les veía ganas de diversión. Los tres primeros estaban acompañados de sus respectivas (a las que me presentaron como «costillas»): Marisa, Carmen y Nieves. En mitad de las tostadas, Avelino recibió una llamada en el móvil de una persona a la que por señas indicó que se trataba del director general del Canal (gerente decían ellos), al que los otros asistentes hicieron visajes despectivos. La noticia era que, al parecer, se había avistado un cocodrilo en las aguas del embalse de Valmayor, gestionado por el Canal, noticia a la que la prensa madrileña daba especial importancia, señalando el peligro que representaba.

Cuando Avelino cerró el teléfono, no le dieron tiempo a explicarse, pues se desató la euforia entre los tres caballeros. Que si había que poner en marcha inmediatamente una factoría de producción de cocodrilos, con un nuevo negocio de bolsos y zapatos, que de nombre sería «Yacaré»; que si se podía montar un safari en Valmayor como en los Everglades de Florida; en fin, no sé los disparates que se les ocurrieron durante un buen rato. Estaba yo perpleja, pues me parecía que el asunto podría ser menos frívolo.

Al cabo de un rato y ante el malestar de Avelino, se pusieron serios y comenzaron a dar órdenes por los móviles: Alberto llamó para cerrar el club náutico existente en el embalse y prohibir la navegación. Bernardo dijo que, metafísicamente, en este caso era más importante que la realidad la percepción social y mediática; en consecuencia, había que cerrar el perímetro del embalse para que nadie se aproximase a sus riberas, demostrando de esta manera que el Canal «hacía algo». Discutieron sobre la longitud del perímetro, pues escuché que se trataba de un embalse de una capacidad máxima de 124 millones de metros cúbicos, el segundo más grande de Madrid, con una superficie de más de 750 hectáreas. Acordaron que se comenzaran a cerrar los caminos en las zonas por donde accedía la gente a las riberas y al baño, pues aunque estaba prohibido el baño en el embalse por tratarse de agua de abastecimiento, los ciudadanos (como buenos españoles) se bañaban dónde y cuándo les salía de su albedrío. Santiago, por su parte, propuso redactar una borrador de nota para el gabinete de prensa del Canal, relatando las medidas que, de forma diligente y con carácter inmediato, había tomado el Canal. Santiago se retiró a una mesa apartada para redactar la nota y me indicó que le ayudara, por lo que me perdí el resto de la conversación entre los ingenieros del Canal.

Cuando volvimos a la mesa y se dictó al gabinete la breve nota, oí que Alberto, Bernardo y Santiago pensaban «fumarse» las sesiones técnicas del día, y se habían apuntado a la excursión para visitar La Alberca y Ciudad Rodrigo, esperando pasárselo bien, incluyendo cervezas con aperitivos, buena comida y siesta en el autobús de regreso, haciendo hora para la visita nocturna a Salamanca que tenía programada el Congreso. Ingenuamente les advertí que la excursión era para acompañantes. Con fingida seriedad y remilgos me dijeron que iban de «acompañantes de sus acompañantas» y que leerían las ponencias y comunicaciones después, en los libros de actas del Congreso. Salieron para el autobús de la excusión que estaba a la puerta del hotel con la alegría propia de noveles, a pesar de su edad casi provecta, y me vi yo entonces ─con envidia reprimida─ marchando con Avelino a la sala en la que se exponían las comunicaciones de la mañana.

Días después, Santiago tuvo la amabilidad de comentarme por teléfono cómo se habían desarrollado los acontecimientos. El gerente del Canal, Ildefonso de Miguel, director al que habían calificado de «creativo», había recabado los servicios de un naturalista, Luis Miguel Domínguez, con un contrato de unos 30 millones de pesetas, para avistar a los cocodrilos (se decía que eran dos, luego muchos). También se había sumado a la búsqueda la Guardia Civil, por tierra y por agua. Les pusieron cebos en las orillas (a los presuntos cocodrilos), como cerdos muertos y otros restos de animales. Se dijo que se había identificado huellas y excrementos (cagarrutas) que constataban su presencia en el embalse. Se desoyeron los comentarios de un experto de Florida que indicaba que el hábitat era impropio para estos reptiles por la temperatura del agua (muy fría en Valmayor), pues los caimanes necesitan ambiente tropical o subtropical. Se estuvo buscando propietarios de los chalets de los alrededores que tuvieren el capricho de tener cocodrilos como animales de compañía y los hubiesen soltado en el embalse; o crías pequeñas traídas desde los viajes de placer que hubiesen terminado arrojadas por el alcantarillado.

Pasó el tiempo y no hubo nada. El experto naturalista concluyó su informe recomendando continuar su búsqueda (con un nuevo contrato). La prensa se dedicó a noticias nuevas. Se cerró el «expediente» achacando el suceso a una posible confusión debida a la existencia de lucios de hasta 80 kilos, con bocas grandes llenas de dientes. Y hasta el reciente suceso del Duero…

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