Pero, ¿es necesario un Plan Hidrológico Nacional?

Un fantasma viene recorriendo la política de los aprovechamientos de agua en nuestro país desde finales del siglo XIX. Se trata de la elaboración de planes de ámbito nacional que contengan las soluciones (¡de una vez por todas!) a los principales problemas existentes. Dichos planes deberían ser formulados por medio de leyes y su realización correría a cargo del Estado. El objetivo fundamental de los mismos ha sido ─y es─ la construcción de obras hidráulicas para la producción de alimentos por medio del riego.

El primer plan redactado con estos criterios fue el Plan de canales y pantanos alimentadores de 1902, a iniciativa de Rafael Gasset, ministro de Fomento y director del diario El Imparcial. Contenía la realización de un gran número de presas y la transformación de grandes superficies en regadío. Pocas obras se ejecutaron de este primer plan ante la falta de fondos estatales para llevar a cabo las actuaciones programadas.

El siguiente fue el Plan Nacional de Obras Hidráulicas, de 1933, elaborado por mandato del ministro Indalecio Prieto y la dirección de ingeniero Lorenzo Pardo. La guerra civil no permitió el desarrollo de este plan, aunque sus principales proyectos fueron ejecutados en la posguerra. Incluía trasvases de agua de los ríos Tajo y del Ebro al Sureste con objeto de obtener productos agrícolas con destino a la exportación.

Hasta 1993, sesenta años después, no llegaría a elaborarse un borrador de Plan Hidrológico Nacional siendo ministro José Borrell. Este plan fue bloqueado por la oposición política y tampoco llegaría a aprobarse por el Congreso, siendo sustituido por otro plan con el mismo título en 2001, que fue aprobado finalmente por Las Cortes. Sin embargo, la pieza principal de este último plan, el trasvase del Ebro al Sureste, fue anulado poco después mediante una ley de 2005, por encontrar un gran rechazo político y social.

La escasa vigencia de los planes nacionales no ha sido óbice para que España disponga de un patrimonio de aprovechamientos de aguas muy importante que ha posibilitado el despegue primero y el posterior desarrollo económico en la segunda mitad del siglo XX.

En la actualidad, una vez resueltos brillantemente los principales problemas seculares del suministro de agua a nuestras ciudades, producción de alimentos y saltos hidroeléctricos, los problemas que se presentan en relación con el agua son de otro tipo. Sin embargo, quizá por inercia intelectual, se sigue propugnado la elaboración de planes nacionales como “solución universal” ante cualquier problema, pero con una visión predominante de desarrollo agrario.

En las líneas que siguen se pasa revista a las cuestiones arriba bosquejadas y se analiza la vigencia de que los planes nacionales sigan manteniendo como principal objetivo la ejecución de obras hidráulicas con destino a usos productivos, principalmente el regadío, con escasa consideración a los demás problemas actuales del agua.

1. Las dudas del nonato Plan Hidrológico Nacional de 1993

Parece oportuno volver ahora sobre unas ideas que comenzaron a manifestarse públicamente en la década de los años 90 del pasado siglo y que, poco después, fueron olvidadas o apartadas. Entonces, después del bloqueo del borrador del Plan Hidrológico Nacional por el Congreso de los Diputados en 1993, se trataba de plantear si era necesario un Plan hidrológico de ámbito nacional, sobre todo cuando la dinámica de la construcción de obras hidráulicas se venía haciendo en la práctica durante décadas bien a través de la Ley de los presupuestos generales del Estado de cada año o bien por medio de declaraciones de “interés general” aprovechando los decretos-leyes de sequía que se venían repitiendo año tras año, de manera que lo que deberían ser situaciones excepcionales se convertían en las más frecuentes. La estructura de estos decretos-leyes era repetitiva: junto a una exposición de motivos glosando la pertinacia de las situaciones de escasez de agua, contenían unas medidas de tipo general que se copiaban de las disposiciones anteriores y, lo que era más importante, un listado de obras que incluían depósitos, conducciones, tomas, sistemas de control y obras de análoga naturaleza que poco tenían que ver con situaciones excepcionales de sequía.

Había sucedido que desde el Plan Nacional de Obras Hidráulicas de 1933, que no llegó a ser aprobado por Las Cortes republicanas, la política del agua de nuestro país se había llevado a cabo sin un instrumento de tan grande alcance como un Plan Nacional, lo que no había sido óbice para el gran desarrollo de las infraestructuras hidráulicas de nuestro país, sobre todo entre 1960 y 1980.

En las fechas descritas -década de los 90- era frecuente la reflexión sobre lo que se denominaba entonces “la crisis de la política hidráulica”. Se buscaban razones para dicha crisis, entre las que se mencionaban la entrada en el “gran teatro del agua” de nuevos actores procedentes de los ámbitos políticos (autonomías), sociales, ambientales, académicos (nueva cultura del agua), económicos (neoliberales con los mitos de la eficiencia y el mercado) y financieros (privatización y rentabilidad de las inversiones). Estos nuevos actores venían a romper el tradicional “triángulo de hierro” que había dominado la política hidráulica española durante la mayor parte del siglo XX, triángulo constituido por los funcionarios del Estado (ingenieros y abogados), agricultores beneficiados y políticos regionales. Las inversiones corrían a cargo del Estado con escasa repercusión en las tarifas giradas a los beneficiados. La excepción eran los saltos hidroeléctricos llevados a cabo por empresas privadas.

Otra línea de reflexión buscaba las razones de la crisis en el hecho de que en los países desarrollados los programas de construcción de grandes presas se consideraban concluidos (caso de los EEUU), proponiéndose otras alternativas para atender necesidades perentorias (caso de los mercados y bancos del agua de California durante la sequía de principios de los 90), así como la existencia de amplios movimientos sociales y ambientales que se oponían a los efectos secundarios causados por los grandes embalses y trasvases; se incluía en esta línea de reflexión el frenazo al desarrollo de nuevos regadíos por la Unión Europea, que constituían la mayor razón de ser de las grandes presas en nuestro país.

De estas razones se tenía conciencia técnica en la elaboración del borrador del Plan Hidrológico Nacional de 1993. Durante los primeros pasos de su redacción se debatió entre elaborar un plan “a la antigua usanza”, con muchas presas “de regulación” y trasvases entre cuencas para “vertebrar el territorio”, lo que se venía a denominar el “broche de oro de nuestra política hidráulica”.

Pero, por otra parte, también se analizaba la alternativa que consistía en elaborar un plan con criterios más modernos, sobre todo ante la información procedente del área de agricultura –conscientes de la falta de apoyo de la Comisión Europea a la financiación de nuevos regadíos–, la creciente preocupación por la contaminación de las aguas y degradación de nuestros ríos y de los ecosistemas ligados al agua incluso humedales, la sobreexplotación de una buen número de acuíferos, la necesidad de ampliar la participación pública a los nuevos actores, la utilización de instrumentos económicos y de los mercados, la garantía de los abastecimientos urbanos y otros sectores estratégicos ante escenarios de cambio climático, la revitalización de las instituciones de planificación y gestión del agua, la armonización con los cometidos de las comunidades autónomas con la administración general del Estado, etc. Es decir, poner en hora el reloj de agua de los problemas del momento.

Los responsables políticos, presionados por los ingenieros con cultura hidráulica tradicional, optaron entonces (hacia 1992) por elaborar un plan hidrológico nacional basado en la “vieja política”, plan de 1993, que con diversas vicisitudes fue rechazado de facto por el Consejo Nacional del Agua y no llegó a presentarse en el Congreso. El resto de la legislatura de 1993 a 1996 se consumió en “darle vueltas a la noria”, pero sin resultados tangibles.

2. La vuelta al pasado: el Plan Hidrológico Nacional de 2001.

Con el cambio de gobierno en 1996, el nuevo equipo consumió la primera legislatura en la redacción del denominado “Libro Blanco del Agua”, grueso mamotreto con más pretensión de enciclopedia del agua que de resolver los problemas existentes. En la siguiente legislatura, ya con mayoría absoluta en las Cámaras legislativas, en el año 2001 se aprobó apresuradamente una miscelánea de tomos a los que se llamaba Plan Hidrológico Nacional que, por no tener, no disponía ni de una memoria explicativa del mismo. Entre toda la hojarasca del Plan-2001 se destacaba un objetivo claro: llevar agua barata al Sureste. De tal manera que un catedrático llegó a calificar el pretendido plan nacional como “Plan murciano del Agua”.

Al final de la legislatura 2001-2004, en vísperas electorales, se llevó a cabo de forma improvisada la puesta en marcha del trasvase del Ebro al Sureste: se expropiaron algunos terrenos, se apilaron unas tuberías y se instaló un gran cartel delante del cual se fotografiaron los políticos de turno. Pero la contestación social de la comunidad de Aragón, de los partidos políticos de la oposición y de los grupos conservacionistas y universitarios dejaron imposible el trasvase del Ebro.

3. Un nuevo camino desafortunado: llenar la costa mediterránea de desaladoras.

El nuevo cambio de gobierno en 2004 trajo consigo la vertiginosa anulación del trasvase del Ebro que constituía la piedra angular del Plan de 2001. La exposición de motivos de la Ley de 2005 que anulaba determinados preceptos de la Ley del Plan Hidrológico Nacional de 2001, constituye un auténtico “jaque mate” a los trasvases, redactado quizá con cierta vis agresiva.

Pero el nuevo gobierno seguía prisionero de la visión del agua desde la oferta y de proporcionar agua al Sureste como premisa inevitable de la acción administrativa. Sustituyó el trasvase del Ebro por una perdigonada de desaladoras a lo largo de la costa mediterránea, con el anuncio político de que se iba a proporcionar mayor cantidad de recursos y de forma más barata que con el trasvase del Ebro.

Pronto surgirían las dificultades de esta nueva política: por una parte, el fiasco inherente al enfoque de proporcionar agua desde la oferta, sin que mediara un compromiso previo por parte de los agricultores beneficiados de la adquisición de volúmenes anuales a precios concertados. Se cambiaba el procedimiento: se trataba de construir primero las desaladoras y luego se vería la forma de “vender” el agua. Los regantes adoptaron un papel lógico desde su punto de vista: una vez construidas las infraestructuras, tendrían la sartén por el mango para imponer sus condiciones: en los años de sequía adquirían los volúmenes que estimasen necesarios imponiendo el precio a pagar. En otro caso la administración general del Estado corría con el ridículo de haber construido unas infraestructuras que no tendrían la utilidad para la que fueron construidas, teniendo, además, de correr con los elevados costes de explotación y amortización de las mismas aunque estuviesen paradas o con escasísimo aprovechamiento.

El partido político de la oposición lideró una campaña de descredito de las desaladoras basada en mentiras o verdades a medias, bien orquestada en los medios de comunicación afines: afección al medio ambiente marino por la descarga de las salmueras, elevado consumo energético, malas características de la calidad del agua resultante del proceso de ósmosis inversa y, por encima de todo, elevado precios del agua para el regadío, acostumbrado a las tarifas fuertemente subvencionadas del trasvase Tajo-Segura, así como el bajísimo precio anunciado demagógicamente para las aguas trasvasadas desde el anhelado (e imposible) trasvase del Ebro.

En conclusión: las desaladoras, proyectadas con buena voluntad ─pero construidas prematuramente─ con objeto de resolver un problemas real o magnificado, no sólo no lo han resuelto sino que, por el contrario, han creado otro adicional basado en la utilización de fondos de la UE en infraestructuras ociosas, así como el coste de su mantenimiento.

4. Vuelta al principio: exprimir el trasvase Tajo-Segura, desecar los acuíferos y crear un mercado fantasma del agua

El nuevo gobierno resultante de las elecciones de finales de 2011, con buen sentido dejó aparcado el imposible trasvase del Ebro y dejó “en el banquillo” las desaladoras y la fijación del precio resultante de su producción, volviendo sus ojos (los del gobierno) hacia los únicos recursos que quedaban en la lista: el sobreexplotado trasvase Tajo-Segura, las sobreexplotadas aguas subterráneas de la región y el recurso a un fantasmal mercado del agua.

Por su mayor visibilidad y percepción pública las acciones políticas se centraron el malhadado trasvase Tajo-Segura, a pesar de que en sus 35 años de funcionamiento sólo ha podido proporcionar algo menos de la tercera parte de los volúmenes para los que fue proyectado en 1967. Todo ello creando numerosos conflictos políticos entre comunidades autónomas. El lobby de aguatenientes que domina la utilización de las aguas trasvasadas en Murcia consiguió que el gobierno aprobase leyes y normas por las que les entregaban la cabecera del Tajo con garantía legal (que no física) de volúmenes anuales; también consiguieron la preferencia de los riegos frente a los abastecimiento de la región. Con ello el gobierno, entrando como un elefante en una cacharrería, consiguió los siguientes efectos laterales: romper el principio de la unidad de cuenca del Tajo asignando su cabecera a la cuenca del Segura; burlar la Directiva Marco del Agua europea dejando al río Tajo exhausto y sucio y paralizando el futuro desarrollo de los riegos de su cuenca; el aumento del agua barata trasvasada para los riegos a costa de utilizar agua desalada (más cara) para los abastecimientos; la anulación de facto de las competencias de la Confederación del Segura, convertida en correa de transmisión de los intereses de los aguatenientes; y, por último, produjo un cambio de gobierno en la comunidad de Castilla-La Mancha por el rechazo de sus ciudadanos a la política de saqueo de las aguas de la región por parte de sus propios dirigentes políticos. Sin embargo, nada de esto contentó al lobby de aguatenientes murcianos, que siguieron excitando una política de trasvases de agua barata pro domo sua.

Como “acciones de acompañamiento” se ha propuesto por el gobierno, actuando al dictado de los intereses murcianos, una mayor sobreexplotación ─si cabe─ de las aguas subterráneas de la región (los llamados pozos de sequía), así como una llamada a los mercados del agua, consistentes desde su punto de vista en comprar agua a otros aguatenientes de la cuenca del Tajo y trasvasarla a los del Sureste, con la posible “compensación” (léase financiación) del Estado y la correlativa exención de tarifas del trasvase para estos volúmenes.

Para la consecución de estos objetivos se cuenta con un medio adicional: la declaración de sequía y el subsiguiente decreto-ley. Y si no hubiere una sequía hidrológica, se crea artificialmente una sequía de demanda, estructural o como quiera llamársela, con gran aparato publicitario de apoyo.

En este trajín aparece un olvido clamoroso: la consideración del agua como bien público no sujeto al comercio (res extra commercium), como sigue manteniendo contra viento y marea nuestra legislación de aguas, cuyas leyes y reglamentos tratan por todos los medios de evitar la especulación de este bien público. Con estos principios, ante una situación excepcional de sequía, solo se permite la cesión temporal de derechos de forma justificada y desde los usos menos rentables a los de mayor valor, con la única compensación de los gastos del cedente. Consideraciones que se pretenden burlar y, de paso, los principios seculares que informan el régimen concesional.

5. Ante este panorama, ¿para qué un Plan Hidrológico Nacional?

En los años 90, cuando un posible plan hidrológico nacional se centraba en un buen número de nuevos embalses en la península y mayores trasvases hacia el Sureste, un diputado canario preguntaba cuál era la relación de su región con el plan nacional. La respuesta fue inmediata: se podían incluir en el mismo obras de “interés general” para Canarias; es decir, sufragadas total o parcialmente por el Estado. De esta forma se construyó un argumento irresistible para los intereses regionales, pero alejado de las consideraciones de los trasvases para “vertebrar el territorio” que había sido el principal leitmotiv de los planes nacionales manejados hasta entones, pero entre los que no cabía ─naturalmente─ un trasvase a los archipiélagos.

Veinte años después, parece que esta “piñata” estatal está fuera de lugar y, en cualquier caso la construcción de unas desaladoras, depósitos o conducciones o el mantenimiento de unos ecosistemas ligados al agua, no requieren la “potencia” de un plan nacional.

Entonces, si el trasvase de agua del Ebro al Sureste ha quedado imposible; cada uno de los trasvases medianos o pequeños existente se rigen por una ley ad hoc; las infraestructuras hidráulicas necesarias se acometen mejor en el ámbito de una cuenca hidrográfica o una comunidad autónoma; y la Directiva Marco del Agua europea preconiza planes de gestión de cuenca para el mantenimiento de los recursos de agua y el medio ambiente hídrico, pero no un plan de ámbito mayor; entonces, ¿para qué un plan hidrológico nacional? ¿No convendría dirigir los esfuerzos y la creatividad del mundo del agua a los problemas reales, basándose en la sostenibilidad ambiental, participación pública y eficiencia económica?

Conclusión: hay que repensar lo que conlleva un plan hidrológico nacional, que equivale a decir que hay que repensar los fundamentos de la política del agua de nuestro tiempo.

Finalizaremos con una anécdota. Durante la “pertinaz” sequía que padecimos allá por los años 90, un arzobispo primado, en las preces ad petendam pluviam, abogaba por la realización de un plan hidrológico nacional con el fin de resolver unos problemas que lo que requerían eran acciones locales y urgentes y no planteamientos de alto bordo y horizontes lejanos, poniendo de manifiesto el calado y prestigio teológico de los planes nacionales.

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