Las revoluciones racionales e irracionales del siglo XX (Segunda parte)

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Presunto/a lector/a: quizá te extrañe que venga yo, El Mengue, diablillo travieso, a apropiarme de la segunda parte de un tema iniciado por Gregorio Villegas. Y, claro, esto merece una explicación. El otro día llamé por teléfono a don Gregorio a su residencia-asilo-refugio de Albacete. Le dije lo mucho que me había gustado la primera parte de su trabajo acerca de la revolución irracional-fascista del siglo XX. Y le añadí, sin intención alguna, que yo también en mi lejana juventud era devoto de Albert Camus, en especial de «El Hombre Rebelde», posiblemente su mejor obra, publicada allá por 1951. Tan era así que guardaba unas notas manuscritas de la lectura de este libro, pues Camus como buen francés ─a pesar de que presumía de sus orígenes españoles─ derrama y demora sus ideas en multitud de páginas cuando podía resumirlas en unos cuantos folios. Gregorio me cogió la palabra y me soltó de sopetón que escribiese yo la segunda parte referida a la revolución «racional» marxista-leninista-comunista. Le dije sobre la marcha que pensaba que se trataba de que él hiciese de «augusto clown» y yo del «payaso de las bofetadas». Rió y se despidió. Y aquí me tienes, oh! lector/a, poniendo en claro (o en turbio) mis notas-resúmenes de Camus a las que he añadido (entreveradas o intertextuales) mis propias reflexiones. Consérvate buen@.

Marx fue a la vez un profeta burgués y un profeta revolucionario. Un mesianismo de origen cristiano y burgués, a la vez histórico y científico, influyó en su mesianismo revolucionario, nacido de la ideología alemana y las insurrecciones francesas. Desde su muerte, los marxistas que hicieron la historia, se apoderaron de sus profecías para realizar una revolución marxista en las circunstancias exactas en que Marx había previsto que no se podía producir una revolución. Puede decirse de Marx que la mayoría de sus predicciones chocaron con los hechos al mismo tiempo que su profecía era objeto de una fe creciente. La razón de ello es sencilla: las predicciones eran a corto plazo y pudieron ser fiscalizadas. La profecía es para un plazo más largo y cuenta con lo que constituye la solidez de las religiones: la imposibilidad de hacer la prueba. Cuando las predicciones se derrumban queda la profecía como única esperanza.

En oposición al mundo antiguo, la unidad del mundo cristiano y del mundo marxista es sorprendente. Los cristianos fueron los primeros que consideraron la vida humana, y la serie de los acontecimientos, como una historia que se desarrolla partiendo de un origen hacia un fin. La filosofía de la historia nace de una representación cristiana. La humanidad marcha, a través de los crímenes, la violencia y la muerte, hacia una consumación que justificará todo. Todo camina hacia un nuevo orden «al final de la historia»: el reino de los cielos en el cristianismo; el reino de los fines en el marxismo. Los medios son los mismos para Marx y los cristianos: el realismo, la disciplina, la fuerza. «El hereje es quien tiene ideas personales», o, dicho de otro modo, ideas sin una referencia a una tradición social o religiosa. También existen diferencias fundamentales; para Marx «la crítica de la religión lleva a la doctrina de que el hombre es el ser supremo para el hombre». Desde este punto de vista, el socialismo es una empresa de divinización del hombre y ha tomado algunas características de las religiones tradicionales. Para Marx las leyes de la historia reflejan la realidad material; para el cristianismo reflejan la realidad divina.

El mesianismo científico de Marx es de origen burgués. El progreso, el porvenir de la ciencia, el culto de la técnica y la producción son mitos burgueses que se constituyeron en dogma en el siglo XIX. El porvenir es la única clase de propiedad que los amos de buen grado conceden a los esclavos. Tocqueville había proclamado solemnemente: «El desarrollo gradual y progresivo de la igualdad es a la vez el pasado y el porvenir de la historia de los hombres». Para obtener el marxismo hay que imaginar que en el último escalón de la producción se produce una transfiguración y se realiza la sociedad reconciliada.

La originalidad de Marx consiste en afirmar que la historia, al mismo tiempo que es dialéctica, es economía. Hegel, más soberano, afirmaba que es a la vez materia y espíritu. Marx niega el espíritu como última sustancia y afirma el materialismo histórico. Pero no puede haber dialéctica sino en el pensamiento, por lo que es imposible conciliar dialéctica y materialismo. Para Marx, el hombre no es sino historia y, particularmente, historia de los medios de producción. La sociedad estaba obligada a pasar por la dictadura obrera durante el tiempo necesario para destruir o integrar la clase burguesa. Una vez desaparecida la clase burguesa, el proletariado establece el reinado del hombre universal en la cima de la producción. ¿Qué importa que ello se logre con la dictadura y la violencia? La edad de oro se reserva para el final de la historia. Pero todo socialismo es utópico y ante todo el científico. La utopía sustituye a Dios por el porvenir.

La nueva doctrina ha insistido mucho en la exigencia ética que hay en el fondo del sueño marxista. Hay que decir con justicia, antes de examinar el fracaso del marxismo, que ella constituye la verdadera grandeza de Marx. Ha puesto al trabajo, su minoración injusta, y su dignidad profunda en el centro de su reflexión. Se ha alzado contra la reducción del trabajo a una mercadería y del trabajador a un objeto. Ha recordado a los privilegiados que sus privilegios no eran divinos, ni la propiedad un derecho eterno. Marx creyó que los fines de la historia, por lo menos, se revelarían morales y racionales. Esa es su utopía. Pero la utopía, como él lo sabía, no obstante, está destinada a servir al cinismo. Más tarde juzgareis, dicen los discípulos; pero las víctimas no existirán ya para juzgar. Es posible que Marx no lo haya querido, pero lo que hay que examinar es su responsabilidad, que consiste en haber justificado, en nombre de la revolución, la lucha en adelante sangrienta contra todas las formas de la rebelión.

Marx profetiza la sociedad sin clases y el final de la historia. Prudente, sin embargo, no fija la fecha. Por desgracia, su profecía describía también la marcha de la historia hasta la hora final de la sociedad, anunciando la tendencia de los acontecimientos. Los acontecimientos y los hechos, justamente, se olvidaron de ir a colocarse bajo la síntesis: esto explica que hubiera que colocarlos por la fuerza. Pero, sobre todo, las profecías, desde el momento en que expresan la esperanza viviente de millones de hombres, no pueden permanecer impunes indefinidamente. Llega un tiempo en que la decepción transforma la esperanza paciente en furor, y en que el fin mismo obliga a buscar otros medios.

El movimiento revolucionario, a comienzos del siglo XX, ha vivido como los primeros cristianos, esperando el fin del mundo y la parusía del Cristo proletario. Es conocida la persistencia de ese sentimiento en el seno de las comunidades cristianas primitivas. Todavía a fines del siglo IV un obispo de África calculaba que al mundo le quedaban ciento un años de vida. Al cabo de ese tiempo vendría el reino de los cielos. Al no llegar, hubo que institucionalizarlo todo: el martirio, las órdenes monásticas, la teología, hasta la predicación bajo el manto de los inquisidores.

Un movimiento semejante nace del fracaso de la parusía revolucionaria. Los textos de Marx dan una idea justa de la esperanza ardiente que animaba entonces al espíritu revolucionario. A pesar de los fracasos parciales, esa fe no dejó de aumentar hasta el momento en que se encontró, en 1917, sus sueños casi realizados. «Luchemos por las puertas del cielo», había gritado Liebknecht. En 1917 el mundo revolucionario creyó verdaderamente que había llegado el momento del «asalto a los cielos». Pero el movimiento es aplastado por la fuerza en Alemania, fracasa la huelga general francesa de 1920 y el movimiento revolucionario italiano es degollado. Liebknecht reconoce entonces que la revolución no estaba madura. «No se había cumplido el tiempo». Poco después él mismo y Rosa Luxemburgo mueren asesinados y Alemania se precipita en la servidumbre autoritaria. Queda sola la revolución rusa, todavía lejos de las puertas celestiales. La parusía se aleja todavía más. La nueva iglesia se halla de nuevo ante Galileo: para conservar su fe va a negar el movimiento del sol y humillar al hombre libre.

Después de estos hechos, el devenir histórico condujo a una sociedad que quedaba lejos de Hegel y Marx, y mucho más lejos de los primeros cristianos rebeldes. Sin embargo, todo pensamiento puramente histórico se asoma a estos abismos. En la medida en que Marx predecía la realización de una sociedad sin clases, en la medida en que establecía así la buena voluntad de la historia, toda demora debía ser imputada a la mala voluntad del hombre. Marx vino, de esta manera, a volver a introducir en el mundo descristianizado la culpa y el castigo. El marxismo, en este aspecto, es una doctrina de culpabilidad en cuanto al hombre y de inocencia en cuanto a la historia. Lejos del poder, su traducción histórica era la violencia revolucionaria; en la cima del poder, corría el peligro de ser la violencia legal, es decir, el terror y el proceso.

Se llegó a imponer la fe como la base del sistema, tal como se la definió en los Ejercicios Espirituales de san Ignacio: «Nosotros debemos siempre, para no extraviarnos, estar dispuestos a creer que es negro lo que yo veo blanco, si la Iglesia jerárquica lo define así». Esta fe activa en los representantes de la verdad es la única que puede salvar al súbdito de los estragos de la historia; la culpabilidad radica en la simple ausencia de fe. Estamos en los umbrales de los célebre procesos soviéticos, ante una nueva inquisición.

No es justo identificar los fines del fascismo con los del comunismo ruso. El primero no soñó nunca con liberar a todos los hombres, sino solamente a algunos de ellos, subyugando a los otros. El segundo, en su principio más profundo, aspira a liberar a todos los hombres, esclavizándolos a todos provisionalmente. Hay que reconocerle la grandeza de la intención. Pero es justo, por el contrario, identificar sus medios con el cinismo político. Los pensamientos que pretendían conducir a nuestro mundo en nombre de la revolución se han hecho ideologías de coacción, de dictadura, no de rebelión. Lo que ha conducido en ambos casos a técnicas de aniquilamiento por el terror.

El revolucionario es al mismo tiempo rebelde o ya no es revolucionario, sino policía y funcionario que se vuelve contra la rebelión. Pero si es rebelde termina alzándose contra la revolución. Todo revolucionario termina siendo opresor o hereje. En el universo puramente histórico que han elegido, rebelión y revolución van a parar al mismo dilema: o la policía o la locura.

En toda rebelión se descubre la exigencia metafísica de fabricar un universo de reemplazo. La rebelión, desde este punto de vista, es fabricante de mundos de reemplazo, no lejos del arte. ¿Cuáles? No se sabe, «porque la vida es larga y el arte es un juguete», que dijo nuestro Machado. Frente a la utopía cristiana del reino de los cielos y la parusía final, la soberbia fascista del reino del hombre-dios para los elegidos, y la profecía incumplida del reino de los fines del comunismo al «final de la historia» con la igualdad de los hombres mediante «el asalto a los cielos», nos queda como esencia de lo humano la rebelión con su inconformismo y una sed de justicia siempre insaciable. Todos los grandes reformadores tratan de construir en la historia lo que Shakespeare, Cervantes, Molière y Tolstóy supieron crear: un mundo siempre dispuesto a saciar el ansía de libertad, de justicia y de dignidad que siente el corazón de cada persona. ¿Formará parte de la marcha de la historia y su constante dialéctica las nuevas tecnologías TIC, mediante las cuales un/a joven con su ordenador es capaz de crear la belleza de una presentación, la utilidad de una nueva aplicación informática y tantas otras cosas? ¿Será esta liberación de la creatividad la superación dialéctica de la relación amo-esclavo, la redención de lo que queda de proletariado (en sus formas de pobreza) mediante la formación cultural, y un paso adelante de la historia? ¿Tendrá sentido preguntarnos hacia dónde?

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