La petulancia de grandes economistas ante las crisis: las expectativas irracionales

Pocas semanas después de la quiebra del banco norteamericano Lehman Brothers, en septiembre 2008, que dio inicio a la Gran Recesión (que dura hasta nuestros días), la reina de Gran Bretaña, Isabel II, asistió a la sede de la prestigiosa institución London School of Economics con motivo de un acto académico. Ante la cúpula de la institución, en presencia de lo más granado del mundo económico anglosajón, la anciana soberana vino a decir inquisitivamente: «¿Pero, ¿cómo es posible que nadie haya previsto lo que se nos venía encima?«.

Revisaremos brevemente a continuación que los grandes economistas, desde premios Nobel de Economía hasta los gobernadores de los grandes bancos centrales, no sólo no vieron llegar la Gran Recesión; al contrario, poco antes de la crisis del sistema económico mundial, exponían muy ufanos que, gracias a sus teorías y sus modelos explicativos de previsión, los ciclos económicos y las recesiones habían sido superados «para siempre». La crisis económica iniciada en 2008 se ha visto agravada por la llegada de la pandemia de la Covid-19, ante la cual no ha habido respuesta clara del mundo económico; pero la crítica de esta segunda parte queda para el futuro.

Pensamos que merece la pena recorrer algunos de los hitos de la crisis del 2008 y, a la vista de las escasas autocríticas de los gurús económicos, así como del nulo propósito de enmienda del sistema capitalista actual, sacar alguna conclusión de elemental sentido común.

La política monetaria cambia de escenario: Friedman contra Keynes.

Después de la inestable recuperación económica de la década de 1920, llegó la Gran Depresión de los treinta. Las quiebras de miles de bancos, la fuerte caída de los precios y el colapso del comercio y de la actividad económica fueron las consecuencias más inmediatas. A otras menos visibles, como el auge de los nacionalismos o el fascismo que se alimentaron de la depresión económica, no se prestó atención hasta que ya fue demasiado tarde. En el contexto de la Gran Depresión, Keynes (1883-1946) propuso el estímulo fiscal en lugar del monetario como primera piedra de la recuperación, pues consideraba que la política monetaria había perdido su efectividad. Hacía falta una acción coordinada del Estado que devolviera a los agentes económicos el incentivo para invertir, pues a nivel individual los empresarios no encontraban motivos para invertir y generar empleo. 

La interpretación keynesiana de la Gran Depresión fue duramente criticada con posterioridad por el economista estadounidense y padre de la doctrina monetarista Milton Friedman (1912-2006), de la llamada «Escuela de Chicago». Según Friedman, los bancos centrales debían garantizar un crecimiento estable de la cantidad de dinero en la economía, evitando que esta sufriera grandes alternativas. Fuertemente armado con artillería liberal, Friedman arremetió no solo contra el papel de la política económica gubernamental, sino contra el papel del Estado en general. En Gran Bretaña sus ideas convencieron al gobierno conservador de Margaret Thatcher (1979-1990). No obstante, poco a poco se hizo evidente que las condiciones monetarias que Friedman había observado ya no estaban presentes y su teoría perdió relevancia.

¿El fin de los ciclos económicos? 

Tras la gran inflación de la década de 1970, causada por las sucesivas crisis del petróleo de 1973 y 1979, la mayoría de las economías desarrolladas y, en especial la economía estadounidense, entraron en lo que se llamó la «Gran Moderación» (1980-2008). Fue un periodo caracterizado por la estabilidad de la inflación y la producción económica, que hizo pensar que por fin se había conseguido dar con la clave para evitar las fluctuaciones que causaban paro e inflación. Algunos economistas llegaron a afirmar que los ciclos económicos eran cosa del pasado y que las recesiones eran historia. En 2003, como colofón a un discurso pronunciado ante la American Economic Association , uno de los padres intelectuales del concepto de la Gran Moderación, el premio Nobel de 1995 Robert Lucas, concluyó que “la macroeconomía en su sentido original ha triunfado: el problema principal de la previsión de las depresiones económicas se ha resuelto, en general, y además se ha resuelto para muchas décadas”.

Antes de la crisis, con el control de la inflación como objetivo y las operaciones de compraventa para regulación de mercados bancarios, los bancos centrales habían comenzado a funcionar en piloto automático. Tanto es así que Mervyn King, quien fue gobernador del Banco de Inglaterra desde 2003 hasta 2013, llegó a decir que la política monetaria era cada vez más aburrida. Lo hizo en 2006, cuando todavía no había comenzado la diversión.

En 2004, el que posteriormente sería gobernador de la Reserva Federal de Estados Unidos, Ben Bernanke (2006-2014), se sumó al optimismo de los convencidos de la Gran Moderación y lo atribuyó a tres fenómenos. En primer lugar, a los cambios en la estructura de la economía, con predominio del sector servicios sobre el sector industrial, más inestable (que es exactamente lo contrario de lo que ha sucedido con la crisis de la pandemia). El segundo motivo era el acierto de la política monetaria: a través del control de la inflación, se había reducido la incertidumbre en la economía, lo que suponía tipos de interés menos volátiles. La tercera posible causa de la Gran Moderación ─según Bernanke─ fue la buena suerte, afirmando en 2004 que “la sofisticación de los mercados financieros, la desregulación en numerosas industrias, la transición de una economía industrial a una de servicios, el aumento de la apertura al comercio internacional y a los flujos internacionales de capital son ejemplos de los cambios estructurales que pueden haber contribuido a una mayor estabilidad y flexibilidad macroeconómica”. En el verano de 2007, la estructura económica había cambiado poco respecto a la de 2004, por lo que la política económica era esencialmente la misma. La buena suerte, en cambio, si aún quedaba algo, acabó por desaparecer.

En 2008, tras casi treinta años, la Gran Moderación era historia. El principal problema de la economía dejó de ser la inflación ─como había ocurrido en los años 70 y 80─ y pasó a ser la recesión, el paro y, posteriormente, la deflación. Algunos bancos centrales entendieron que debían abandonar, aunque fuera de forma parcial, su creencia en el fin de los ciclos y recurrir a soluciones nunca vistas. Tuvieron que asumir la necesidad de velar por la estabilidad financiera y estimular el crecimiento económico. El paradigma había cambiado y el trabajo de los gobernadores de los bancos centrales había dejado de ser aburrido.

Las expectativas racionales, … ¿o irracionales? 

Milton Friedman fue el introductor de la “teoría de las expectativas racionales”, desarrollada en mayor profundidad por Robert E. Lucas Jr. (1937), premio Nobel 1995. En su vertiente filosófica, la teoría sostiene que “las predicciones sobre el valor futuro de variables económicamente relevantes hechas por los agentes no son sistemáticamente erróneas y que los errores son aleatorios (ruido blanco)”. Los agentes del modelo de Lucas son racionales sobre la base de la información disponible, forman expectativas sobre los precios y las cantidades futuras y basándose en estas expectativas actúan para maximizar su utilidad. 

En la práctica, la teoría de las expectativas racionales, con gran impulso entre 1970 y 1990, cuando los sucesivos shocks del petróleo empujaron la inflación hasta cifras de dos dígitos, explicaba bien esta circunstancia y logró, en cuanto a precios y salarios sustituir la inflación pasada como índice de referencia por una previsión futura de los índices moderada. Se trataba, en definitiva, de introducir fundamentos microeconómicos del comportamiento de los agentes económicos para justificar modelos macroeconómicos.

La crítica al modelo de Lucas no tardó en aparecer, poniendo el foco en que el modelo consideraba una «racionalidad ilimitada», y unas «elecciones racionales», lo que lo alejaba el modelo de la realidad. En cambio, el propio Lucas, es autor de la denominada «Crítica de Lucas», que en cierto modo es una autocrítica a sus propios modelos económicos. La «Crítica de Lucas» venía a decir que “es ingenuo intentar predecir un cambio en la política económica a partir de las relaciones observadas en los datos históricos, especialmente cuando se trata de datos agregados”. En síntesis, sostenía que “los parámetros del modelo económico cambian cuando la política cambia”. 

La independencia de los bancos centrales.

Los bancos centrales tienen un mandato que reciben por parte del poder ejecutivo, bien en su fundación, bien en la revisión de sus estatutos. En el caso del BCE existe un único “mandato superior”, la contención de la inflación, al que supedita el resto de sus objetivos. El artículo 127 del Tratado de la Unión establece que el objetivo principal de la entidad es “mantener la estabilidad de precios”. Además, sin perjuicio de este objetivo, “deberá apoyar las políticas económicas generales de la Unión con la finalidad de contribuir a la realización de los objetivos de la Unión, que son los grandes objetivos políticos de paz y prosperidad y fomento de un mercado interno único, entre otros”.

A raíz de la crisis económica que empezó en 2008, se ha cuestionado el hecho de que los bancos centrales se rijan por un mandato único e inflexible, lo que se puede denominar “el santo temor a la inflación”. En particular se ha criticado fuertemente el papel del BCE en comparación con el de la Fed durante los primeros años de la crisis. Mientras que el segundo incorpora en su mandato los objetivos del pleno empleo y crecimiento económico sostenido (así, por ejemplo, entre septiembre y diciembre de 2008, la Fed inyecto liquidez a nivel mundial doblando la cantidad de dólares en todo el mundo), la actuación del BCE ha estado blindada por la supremacía de su objetivo de inflación, aunque la inflación no era, ni mucho menos, el principal problema de la economía europea.

Se dio el caso de que, en un periodo de intereses bajos o muy bajos con objeto de reactivar la economía, tras un repunte de la inflación a lo largo de 2010 que terminó por rebasar el 2% en 2011, el entonces presidente del BCE, Jean-Claude Trichet, subió los tipos de interés en dos ocasiones. Trichet justificó que su decisión “ iba en el interés del mercado único y la unión monetaria”. Hubo economistas que advirtieron que esta subida perjudicaría a los países con más problemas de la Unión Europea, es decir lo que tenían mayores niveles de paro y endeudamiento. Pero el BCE respondió de forma tajante: estaba cumpliendo su mandato. En realidad, lo que el BCE estaba llevando a cabo no era su mandato, sino su interpretación del mandato. Como dijo el presidente del BCE entre 1998 y 2003, el holandés Wim Duisenberg, “el Tratado no define lo que se entiende por estabilidad de precios. Se podría decir que lo hemos definido nosotros”

Aquí reside el problema de la independencia de los bancos centrales: desvincular a los Gobiernos de la manipulación del dinero es una medida de la que existe consenso en el espectro político, con la consecuencia de delegar la política monetaria a una institución conservadora con gran aversión a la inflación e independiente del ciclo electoral, o lo que es lo mismo, independiente de la política. Pero existe siempre el problema, que parece olvidado, de cómo conocer y trasladar las preferencias de los ciudadanos a las decisiones del banco central, es decir, situar a los bancos centrales dentro del sistema democrático.

Los nuevos banqueros en la sombra.

La segunda causa de la Gran Recesión fue la desregulación financiera y la aparición de la denominada “banca en la sombra”. Hasta la década de 1990 los bancos funcionaban con la llamada “regla del 3-6-3”: tomar depósitos al 3%, conceder créditos al 6% y quedar en el campo de golf a las tres de la tarde. Sin embargo, el aumento del ahorro a nivel internacional y, con él, la caída de los tipos de interés a largo plazo complicó el trabajo de los banqueros.

Comenzaron a cobrar importancia un tipo de instituciones que operaban como bancos en la práctica, pero que no estaban sujetos a la misma regulación. Entre este tipo de banca en la sombra destacaron los “fondos del mercado monetario”, instituciones financieras que tomaban dinero de sus clientes para invertirlos en activos a corto plazo en los mercados. El problema llegó cuando estos bancos en la sombra comenzaron a invertir en activos vinculados a hipotecas. Como estas instituciones no se hallaban bajo la supervisión directa del banco central, sus fondos invertidos no estaban garantizados. En este contexto, el shock que desencadenó el tsunami, sucedió el 15 de septiembre de 2008, cuando el banco de inversión Lehman Brothers se declaró en bancarrota, disparando una crisis de confianza ente instituciones financieras.

Consecuencias de la crisis.

La Gran Recesión dejó al menos tres grandes lecciones para la historia económica. La primera es que tarde o temprano las burbujas especulativas explotan, produciendo un deterioro generalizado de la situación financiera.

La segunda gran lección de la crisis fue que una intervención de emergencia del banco central pudo evitar los efectos a largo plazo de una quiebra en cadena del sistema bancario, si bien ello fue llevado a cabo con un elevado grado de improvisación (lo que los anglosajones llaman learning by doing, aprender sobre la marcha). Por último, la tercera enseñanza extraída de la Gran Recesión es la que dicta que aferrarse a determinados patrones ideológicos en momentos de crisis puede dar lugar a una enorme fragmentación social.

La crisis de 2008 puso en evidencia, por una parte, que la regulación financiera brilló por su ausencia, a pesar de que fue también una de las causas que provocaron la Gran Depresión de los 30. Por otro lado, parece obligar al cambio en los objetivos de los bancos centrales. En una democracia moderna, estos objetivos ─entre ellos el supremo de la “santa aversión a la inflación”, aunque sea moderada─ no pueden ser indiscutibles e inmutables, porque el mundo no ha dejado de cambiar. Con él deben cambiar las instituciones, afectando los grandes retos. Entre ellos el hecho de que, a mediados de la década de 2010, una cuarta parte de los jóvenes de la zona euro estaban en paro, y en los países más afectados por la crisis económica, los niveles de desigualdad han aumentado significativamente desde 1990. El economista francés Thomas Piketty ha sugerido que las rentas del capital se irán comiendo las rentas del trabajo.

El último reto al que se enfrentan las autoridades monetarias es su legitimidad democrática. Un organismo que decide el precio del dinero, la liquidez del sistema o los objetivos de inflación no debería estar más cerca de los bancos o los fondos de inversión de lo que lo está la mayoría de la población.

Epílogo: la situación en España. 

Los años anteriores a la crisis del 2008, la situación económica en España hacia exclamar que ¡esto era Jauja! El dinero fluía por todas partes. Los bancos y cajas de ahorro habían emprendido una carrera estúpida por ver quien daba mayores y más rápidos créditos. Las hipotecas se concedían a sujetos insolventes. Se construían unas 750 000 viviendas al año, tres veces más que las necesarias y del orden de las que se terminaban en Francia, Alemania y Gran Bretaña conjuntamente. Gran parte de la población disfrutaba de segundas y terceras viviendas y aspiraba a más viviendas para obtener rentas mediante su alquiler. Por muchas autopistas de nuestras Comunidades Autónomas se podía circular en práctica soledad. Los Aves circulaban con un 15% de ocupación. Se hicieron aeropuertos para pasear. Se llenó la costa de puertos deportivos y yates. Raro era la capital de provincia o ciudad de mediana importancia sin su correspondiente universidad. Se habían realizado infraestructuras para un país de 100 millones de habitantes. Los precios de los restaurantes se habían duplicado en poco tiempo. Las ganancias en la Bolsa eran desorbitadas. La mínima moralidad había huido de entre nosotros. La corrupción del sistema político-económico cundía por doquier. Las deudas de las empresas y los hogares ascendían a unas tres veces el montante PIB. Etcétera.

Era un sindiós, como diría un castizo. Un mínimo de sentido común mostraba que la burbuja no podía crecer indefinidamente. Pero resulta, y esto es lo estupefaciente de la situación, que ningún economista, gurú, gobernador del Banco de España, adivino, echador de cartas, o autoridad económica responsable, advirtiera de la situación. ¿Creerían el crecimiento perpetuo, la piedra filosofal, o los milagros de la multiplicación del dinero como los panes y los peces?

¿Qué servicio han prestado los economistas a la sociedad con sus modelos de predicción, de alta sofisticación matemática? ¿Han aprendido, por ventura, que no se pueden aplicar los métodos de ayer para resolver los problemas de mañana? ¿Cuándo se darán cuenta de que las expectativas humanas tiene un elevado componente de irracionalidad? O yendo más allá: en economía, nada hay que produzca más comportamientos irracionales que el ansía del enriquecimiento. En esa tesitura, ¿es racional tratar a los Homus economicus (economistas incluidos) únicamente comoseres racionales? Por último: ¿qué respuestas ofrecen hoy los economistas académicos de postín (incluidos premios Nobel) y los gobernadores de los bancos centrales para la recuperación económica de salida de la pandemia de la Covid-19? Recordemos las palabras de un presidente de la República española: «Si cada uno hablase de lo que sabe, y solo de lo que sabe, se haría un gran silencio que podíamos utilizar para estudiar».

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