Demoliciones de las bases de la política del agua: «no nos debemos empeñar en realizar obras que cuestan más que producen»

La frase del título procede del debate parlamentario del «proyecto de Ley para la subvención de canales y pantanos de riego de 17 de noviembre de 1879». En dicho debate intervino el diputado conservador Miguel Martínez Campos, ingeniero de caminos y profesor de la Escuela, opuesto radicalmente a cualquier subvención a las obras hidráulicas. En la tramitación parlamentaria del proyecto de Ley solo asistieron a la discusión los diputados del partido conservador, pues los otros diputados estaban ausentes, ocupados en asuntos internos. La discusión del dictamen de la Comisión no llegó a finalizarse. La caída del gobierno de Cánovas, que dio paso al primer gobierno fusionista presidido por Sagasta, hizo que el proyecto de Ley de subvenciones para los canales y pantanos de riego quedara pendiente de resolución.

En otras palabras, los temas de la intervención del Estado en las obras hidráulicas, los auxilios o subvenciones, su rendimiento y rentabilidad, la recuperación o no de los costes, no son temas que se hayan inventado con motivo de la Directiva Marco del Agua europea. España es un país con «historia hidráulica», por lo que estos temas estaban ya en discusión en el siglo XIX.

¿Qué se puede hacer con estos temas en la «empresa de demoliciones» de la política hidráulica que están proponiendo ilustres acuadémicos como los que responden a los nombres informales de Quijotero y El Mengue? Intentaré en las líneas que siguen echar mi cuarto a espadas.

Las obras hidráulicas. A finales del siglo XX España contaba con un parque de unas 1300 grandes presas, aquellas que tienen ─por entendernos─ más de 15 metros de altura. Resulta fácilmente deducible que la práctica totalidad de cerradas viables han sido aprovechadas, por lo que el ritmo de construcción de nuevas presas ha descendido notablemente. Igualmente la política de construcción de grandes trasvases entre distintas demarcaciones hidrográficas ha encontrado rechazo tanto de Bruselas como de la propia ciudadanía española.

En esa tesitura, cuando hemos ya realizado el «todo Costa» en cuanto a infraestructuras hidráulicas, ¿qué sentido tiene introducir en nuestra Ley de Aguas todo un título ─el VIII─ dedicado específicamente a las obras hidráulicas? ¿Es que, acaso, dichas obras presentan unas peculiaridades distintas al resto de las humanas obras civiles? ¿Qué necesidad hay de definir lo que son «obras hidráulicas», listado del que puede concluirse la maravilla de que «son obras hidráulicas aquellas relacionadas con el agua», definición digna de monsieur Jourdain, aquel que se jactaba al descubrir que hablaba en prosa ¿Aporta algo el «flamante» título VIII de la Ley de Aguas en relación con la Ley 9/2017 de Contratos del Sector Público, trasposición de la correspondiente Directiva Europea? ¿No? Pues ¡fuera con el título VIII!

Las sociedades estatales. Como han reconocido ilustres juristas, el objeto de la creación de las sociedades estatales (entre ellas las de aguas) es «una huida del derecho administrativo». Con dichas sociedades se produce una duplicación de las labores que anteriormente venían realizando las direcciones técnicas de las Confederaciones Hidrográficas en cuanto a la construcción y explotación de infraestructuras hidráulicas. En la práctica se demuestra que sus ventajas han radicado en realizar contrataciones más ágiles pero más opacas y aumentar sustancialmente los salarios del personal cualificado contratado (que no necesita ser funcionario). ¿Han aportado algo nuevo a excepción de los procesos ante los tribunales de justicia por corrupción? ¡Fuera las sociedades estatales de agua y vuelvan sus cometidos y liquidación a las correspondientes Confederaciones o a la Dirección General del Agua!

Régimen económico financiero de la Ley de Aguas. Desde comienzos del siglo XX se impuso el criterio intervencionista de que las obras hidráulicas (de riego) deberían correr a cargo del Estado. Se trataba de desarrollar una riqueza «que se desperdiciaba», lo que justificaba su financiación pública y la repercusión económica muy débil o prácticamente inexistente sobre los beneficiados. Fruto de este pensamiento fue le llamada Ley de auxilios a las obras hidráulicas de 1911 (Lay Gasset). Entonces dos terceras partes de la mano de obra trabajaba en el campo y se producían auténticas hambrunas. Se trataba de socorrer al «pobre agricultor».

El panorama actual es muy diferente. Ahora sola trabaja menos de un 4% de la mano de obra en el campo, con predominio de inmigrantes. Las producciones agrícolas son amplias y variadas, aunque el regadío aporta del orden de 1% al PIB nacional, y se produce un gran desperdicio de alimentos. Sostienen diversos autores que se ha producido un auténtico «capitalismo salvaje agrario», fomentado por la Administración y la PAC. En esas circunstancias, ¿tiene que seguir el Estado construyendo a sus expensas multitud de obras hidráulicas para satisfacer «la demanda de agua», entendida tal demanda como mero deseo o apetencia de unas élites (frecuentemente caciques) regionales que imponen a la Administración unas tarifas ridículas en cuanto a la recuperación de costes? ¿No habrá llegado el momento de que la Administración hidráulica «no debe remar sino llevar el timón», léase régimen concesional y supervisión de la gestión? Si se aceptan estas premisas, el régimen económico-financiero de la Ley de Aguas habría que revisarlo y simplificarlo en profundidad.

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