El tema de nuestro tiempo: ¿estado de bienestar caro o capitalismo desbordado? (I) Keynes, Hayek, Rawls, Friedman y otros

Planteamiento​.

John Maynard Keynes (1883-1946) se preocupó fundamentalmente de la inestabilidad intrínseca de las economías capitalistas y abogó por remediar las recesiones económicas a base de políticas estatales de pleno empleo. Su figura ha sido tradicionalmente reivindicada por la socialdemocracia. En 1931 afirmaba: «El problema político de la humanidad consiste en combinar tres cosas: eficiencia económica, justicia social y libertad individual». Por su parte, Friedrich von Hayek (1899-1992), en el ámbito del liberalismo, entendía que los mercados eran fuerzas estabilizadoras de la economía. Sostenía que la economía justa sería aquella en la que el Estado interviniera lo mínimo posible en el mercado para que este se rigiera por sus propias leyes. Constituyen las dos principales posiciones ideológicas que, sin duda, han determinado el siglo XX y el inicio del XXI. 

La redistribución de la riqueza y la justicia social.

La justicia social fue una de las principales preocupaciones de Keynes. Su contribución fue decisiva para que cambiara la creencia dominante hasta 1930, según la cual las personas ricas eran capaces de ahorrar y generar riqueza, mientras que las pobres lo eran sencillamente porque eran derrochadoras. El dinero en manos de las personas ricas producía más riqueza, mientras que en manos de los pobres se desperdiciaba. Keynes, por el contrario, consideraba que un aumento general del consumo podía ser un método eficaz para incentivar el crecimiento económico. Para ello considera necesario adoptar políticas económicas para poner a trabajar a la población desempleada, algo que repercutiría no solo en el beneficio de estos colectivos, sino en el conjunto de la sociedad. En su gran obra Teoría general de la ocupación, el interés y el dinero (1936) criticaba la incapacidad de las políticas surgidas desde el laissez faire, propugnando la intervención activa del Estado en el mercado.

Para Keynes subir los salarios no era la mejor opción, ya que, debido a la internacionalización de la economía, provocaría la huida de capital a otros países con mano de obra más barata. En cambio, consideraba que la mejora del sistema de pensiones, de los servicios sanitarios, de la educación, de la vivienda o de las ayudas familiares serían políticas públicas más adecuadas para mejorar las condiciones de vida de la clase obrera a partir de la idea de la justicia social. De esta manera Keynes contribuyó con su propuesta al desarrollo del concepto del Estado de Bienestar, que tan determinante ha sido para la mayoría de las sociedades occidentales a partir del final de la II Guerra Mundial. Con todo, a pesar de que las ideas de Keynes defendían la intervención del Estado, se mantuvo lejos del socialismo y más lejos aún de su versión revolucionaria. «La guerra de clases me encontrará del lado de la burguesía educada», dijo.

Hayek, por su parte, en 1976 dedicó el artículo El atavismo de la justicia social a cuestionar el reconocimiento y prestigio que había ido acumulando el concepto de justicia social. Donde muchas personas veían algo deseable, Hayek veía un concepto peligroso, pues a su entender nadie había encontrado ni una sola regla general que permitiera concluir que es lo «socialmente justo». En el artículo citado venía a decir: «Descubrir el significado de lo que se llama “justicia social” ha sido una de mis principales preocupaciones durante más de diez años. He fracasado en ese esfuerzo». Para Hayek debía ser el mercado el que rigiera la economía pues era el mecanismo que introducía armonía. Sostenía que el libre desarrollo del mercado llevaba al crecimiento y la prosperidad de las comunidades, ya que mejoraba las oportunidades para toda la población. Por otra parte, el mercado acababa con la arbitrariedad, las imposiciones externas y los abusos de poder. De este modo Hayek se mostró preocupado por las consecuencias que podía tener una imposición de la justicia social por parte del Estado, al tomar por la fuerza los recursos económicos de aquellos que tuvieron más éxito y hacerlo con una excusa o justificación moral falsa. Dicha intervención impediría a los individuos explotar toda su potencialidad.

La justicia social como equidad.

​Tras los pasos marcados por Keynes, el filósofo estadounidense John Rawls (1921-2002) ahondó en el concepto de justicia como distribución de la riqueza y la equidad en su libro Teoría de la justicia (1971). Rawls argumentaba que las personas no eran responsables de las condiciones de su nacimiento. Una sociedad justa debería buscar las condiciones para que todos sus miembros dispusieran de posibilidades de desarrollar su proyecto vital desde una situación de igualdad de oportunidades. En ese sentido afirmaba: «La desigualdad no puede ser el fundamento de ningún principio de la justicia».

Consideraba que el punto de partida de cada persona es fruto de la «lotería social», mientras que el potencial con el que nace cada persona es el resultado de la «lotería natural». Para Rawls, toda desigualdad fundada en estas dos loterías sería a todos efectos injusta. Por ello, para construir una sociedad justa e igualitaria más allá de las condiciones de nacimiento de cada uno, Rawls propuso partir del concepto que denominó «velo de la ignorancia», según el cual los individuos deberían diseñar las instituciones sociales (contrato social) sin conocer cuál sería su posición en la sociedad; es decir, sin saber si serían hombre o mujer, blanco o negro, inteligente o torpe, sano o enfermo, rico o pobre, etc. De esta manera procurarían que las condiciones para todos sus miembros fueran dignas, justas y equitativas, ayudando a los menos favorecidos, ya que en última instancia todos tienen miedo a la pobreza.

La justicia como equidad que propuso Rawls, suponía un compromiso con los derechos individuales y la libertad, que se asocian con la tradición liberal, y con el igualitarismo que se identifica con la distribución justa tradicionalmente asociada a la visión socialista o demócrata radical. Pronto las críticas a las ideas rawlsianas surgieron desde los dos extremos del arco ideológico. Desde los que recuerdan nuestro teatro barroco (La Vida es sueño, de Calderón) argumentando que propone la irrealidad de un hombre racional con grandes conocimientos morales pero que no sabe qué va a ser en la vida (negación de la historia), hasta el otro extremo, que sostiene que la desigualdad es intrínseca al capitalismo, siendo absurdo pretender optimizar el propio interés del individuo. Uno de los críticos más duros fue Robert Nozick (1938-2002), para el que toda práctica de redistribución era injusta e inmoral, de modo que el Estado debería limitarse a dos únicas funciones: justicia (tribunales) y seguridad (policía y ejército). Todo lo demás debería quedar en mano de las personas bajo la forma de organización que quisieran establecer (libertarismo).

El libre mercado como justicia. ​

La economía clásica, con su ortodoxia del libre mercado, recuperó parte de su hegemonía gracias a la Escuela de Chicago bajo el liderazgo de Milton Friedman (1912-2006). Durante la década de 1970 se produjo un giro hacia políticas liberales y un progresivo abandono de la doctrina keynesiana. Sucedió en los países desarrollados, pero también en aquellos otros influenciados por el Banco Mundial, el Fondo Monetario Internacional y la Organización Mundial de Comercio (paradójicamente, los organismos propugnados por Keynes en la conferencia de Bretton Woods de 1944). La influencia de Friedman en este proceso fue notable, pues ejerció de asesor de los Gobiernos de Ronald Reagan en Estados Unidos y de Margaret Thatcher en Reino Unido.

El «neoliberalismo» se hizo presente en el avance del libre comercio frente al proteccionismo, la desregulación de los mercados frente a la reglamentación, la privatización frente a la nacionalización y los salarios establecidos por el mercado frente a los convenios colectivos y salarios mínimos garantizados. En este contexto, la economía justa se entendía como aquella que se fundamentaba en un mercado libre, a resguardo de interferencias y restricciones.

Cabe preguntarse: ¿cuál es la situación bien entrado el siglo XXI? ¿Han conseguido las políticas de libre mercado construir una sociedad más justa? Durante la «edad de oro del capitalismo» ─la que va desde el final de la II Guerra Mundial a medidos de la década de 1970, cuando las políticas keynesianas dominaban el escenario mundial─, el aumento de la renta en Estados Unidos se extendió rápidamente a toda la población. Sin embargo, desde finales de la década de 1970 hasta mediados de la década de 2010, la mediana de la renta apenas aumentó, mientras gradualmente se iba instalando una desigualdad cada vez mayor entre el sector más rico de la población y los más desfavorecidos. Pero Friedman rechazaba de plano la posibilidad de que los mercados pudieran funcionar mal o que la intervención pública pudiera ser positiva, consiguiendo crear un clima intelectual en el que la confianza en el mercado y el desdén por el sector público prácticamente no eran cuestionados por nadie. Es lo que Paul Krugman (n. 1953), premio Nobel de Economía 2008, denominó «la fe en los mercados que se impone a los datos objetivos». Ese clima coincidió con un periodo de construcción y expansión de la globalización como sistema económico mundial. La mayoría de los países comenzaron a abrir sus mercados de capitales, ya fuera por propia voluntad, por incentivo u obligación. De esta manera quedaban expuestos a diferentes riesgos y crisis de gran alcance. 

La globalización, la justicia social y la economía justa. 

Joseph Stiglitz (n. 1943), premio Nobel de Economía 2001, en su libro de 2002 titulado El malestar de la globalización, sostenía respecto a la globalización: «Para muchos de los pobres de la Tierra no está funcionando. Para la estabilidad de la economía global no funciona. La transición del comunismo a la economía de mercado ha sido gestionada tan mal que ─con la excepción de China, Vietnam y unos pocos países del este de Europa─ la pobreza ha crecido y los ingresos se han hundido». Este nuevo escenario exige una redefinición del papel del Estado en un mundo globalizado. Desde algunos sectores se afirma que los países han cedido soberanía y han perdido protagonismo frente a organismo multilaterales como el FMI, el Banco Mundial o la OMC, e incluso frente a las empresas multinacionales cuyos presupuestos a menudo son mayores que los de muchos países y un sector financiero de enormes proporciones. 

A lo largo de más de doscientos años y hasta bien entrado el siglo XXI, uno de los conceptos más debatidos en torno a la justicia social ha sido si el Estado debía actuar para resolver la injusticia social o, por el contrario, como han defendido algunos autores, no debe hacerlo dado que la injusticia social es un fenómeno legítimo. Entonces, ¿qué papel debe tener el Estado ante los desafíos a los que se enfrenta? Sobre todo, si se tiene en cuenta que el moderno Estado de bienestar ─expresión de la justicia social de nuestro tiempo─ requiere cada vez más recursos cuantiosos y crecientes de los presupuestos nacionales, en contra de la doctrina neoliberal/neocapitalista de la bajada de impuestos como principio de la libertad individual. No conviene perder de vista que, como afirma Richard Wilkinson (n. 1943), las sociedades menos igualitarias son también menos saludables, tienen una menor esperanza de vida, unos mayores niveles de violencia, más problemas de adicción y un mayor índice de embarazos no deseados. Concluía afirmando: «La democracia no ha llegado aún a la economía». Se trata, en fin, de la búsqueda de una economía justa.  Y en esto llegó Thomas Piketty (n. 1971) con su magna obra Capital e ideología (2019). El impresionante libro de 1200 páginas comienza con estas palabras: «Todas las sociedades tienen necesidad de justificar sus desigualdades: sin una razón de ser, el edificio político y social en su totalidad amenazaría con derrumbarse …». Pero esto lo dejaremos para más adelante.

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