Pero, ¿hacia dónde se dirige la economía?

Exordio reflexivo

Francis Fukuyama se hizo famoso por un artículo un poco largo que rubricó como El fin de la historia. Se trata de un trabajo de elevado gálibo intelectual, que parte de la filosofía de Hegel, al que Ortega llamaba el emperador del pensamiento. El artículo de Fukuyama ha sido mal comprendido y peor citado, con críticas de seudointelectuales que no se han molestado en leerlo y menos aún en comprenderlo. Se recomienda vivamente su lectura directa y no a través de la recensión que hacen sus «depredadores».

Pero hoy nos ocuparemos del rumbo de la economía y sus ciclos económicos, pues era frecuente que antes de 2008 los economistas intelectualoides se pavoneasen de sus conocimientos, con los que alardeaban de haber domado los ciclos económicos que, gracias a sus saberes, habían pasado al desván de la historia. Es decir, venían a proclamar, de alguna manera, el final de la historia de los ciclos económicos. Por consiguiente, a partir de ese momento a la economía no le quedaba otro camino que seguir creciendo por los siglos de los siglos, y todos los humanos (sólo de los países desarrollados, claro) nos seguiríamos forrando perpetuamente. El año 2008 representó el despertar del sueño de la Arcadia feliz, pues, como es sabido, los sueños de la razón económica producen monstruos económicos (que pagan los que menos tienen). Enrique Jorge-Sotelo (¿Nos gobiernan los bancos centrales? 2016, RBA) nos hace un relato interesante al que nos ceñiremos. Nuestros incisos y añadidos (al modo de los parerga y paralipomena de Schopenhauer, salvando las distancias) los haremos en letra normal y los pondremos entre paréntesis.

De la Gran Moderación (1980-2008) a la Gran Recesión (2008- ¿ ?)

Tras la gran inflación de la década de 1970 (con las dos crisis del petróleo de 1973 y 1979), la mayoría de las economías desarrolladas, y en especial la economía estadounidense, entraron en lo que se llamó «La Gran Moderación» ─ nos comenta Jorge-Sotelo─. La Gran Moderación fue un periodo caracterizado por la estabilidad de la inflación y la producción económica. La estabilidad de la economía estadounidense entre 1980 y 2008 hizo pensar que por fin se había conseguido dar con la clave para evitar las fluctuaciones que causaban paro e inflación. Algunos economistas (en nuestro país, por ejemplo, Juan E. Iranzo, neoliberal, director del Instituto de Estudios Económicos, luego condenado por el caso de las tarjetas black) llegaron a afirmar que los ciclos económicos eran cosa del pasado y que las recesiones eran historia. En 2003, como colofón a un discurso pronunciado ante la Amderican Economic Association, uno de los padres intelectuales del concepto de la Gran Moderación, el premio Nobel de 1995 Robert Lucas (siempre hay un premio Nobel que termina metiendo la pata), concluyó que «la macroeconomía en su sentido original ha triunfado: el problema principal de la prevención de depresiones económicas se ha resuelto, en general, y además se ha resuelto para las próximas décadas» (difícil oficio el de profeta). En 2004, el que posteriormente sería gobernador de la Reserva Federal de Estados Unidos, Ben Bernanke, se sumó al optimismo de los convencidos de la Gran Moderación y lo atribuyó a tres fenómenos.

El primero eran los cambios en la estructura de la economía. Cuando las economías desarrolladas empiezan a basarse más en el sector terciario (servicios) que en el secundario (industria), la volatilidad disminuye porque la demanda de productos industriales es mucho más inestable que la de los servicios.

(Curiosa observación del gobernador de la Reserva Federal, pues no consideraba que en el sector servicios se incluyen los sectores financieros y especulativos. José Manuel Naredo nos recordaba que, en España, en los años del boom económico anteriores a 2008, el 75% de los fondos de las empresas no financieras se invertían en productos financieros; es decir, se inclinaban por la especulación en lugar de invertir en sus propias empresas).

El segundo motivo era, según los defensores de la Gran Moderación, el acierto en las políticas monetarias. A través de la definición de los objetivos de inflación (la mayoría de los bancos centrales los había fijado en no superar un 2-3%) se había reducido la incertidumbre en la economía, de modo que individuos, empresas e instituciones podía tomar decisiones más estables a largo plazo.

La tercera posible causa de la Gran Moderación, según Bernanke fue la buena suerte. En 2004 afirmó que «la sofisticación de los mercados financieros, la desregulación en numerosas industrias, la transición de una economía industrial a una de servicios, el aumento de la apertura al comercio internacional y a los flujos internacionales de capital son ejemplos de los cambios estructurales que pueden haber contribuido a una mayor estabilidad y flexibilidad macroeconómica». (O sea, que para el gobernador de la Reserva Federal, la buena suerte consistía en ingenierías financieras y especulación a lo largo y a lo ancho. Los bancos «titulizaban» la deuda, lo que les permitía la multiplicidad de los préstamos: Las burbujas inmobiliarias se alimentaban de préstamos superiores en valor del bien hipotecado. Pero nadie se preguntó cuál sería la situación de término).

En el verano de 2007, la estructura económica no había cambiado respecto a la de 2004, por lo que la política económica era esencialmente la misma. La buena suerte, en cambio, comenzó a escasear y en 2008, si aún quedaba algo, acabó por desaparecer. (Nuestro Quevedo, en buen castellano, diría que «un desconcierto nunca llega a viejo»).

Causas de la Gran Recesión 

Una de las causas de la Gran Recesión fue la desregulación financiera y, en particular, la aparición de la denominada «banca en la sombra». Hasta 1990 los bancos funcionaban con la llamada «regla del 3-6-3»: tomar depósitos al 3%, conceder créditos al 6% y quedar en el campo de golf a las tres de la tarde. Sin embargo, el aumento del ahorro a nivel internacional dio lugar a la aparición de los «fondos del mercado monetario», instituciones financieras que tomaban dinero de sus clientes para invertirlos en activos a corto plazo, pero sin estar garantizadas las inversiones en caso de fracaso. Estos fondos comenzaron a invertir en activos vinculados a hipotecas, poco líquidos. (Las condiciones para la explosión de la burbuja estaban dadas, pero ¿nadie lo vio, cuando los analistas financieros viven de la «bola de cristal»? A Bernanke se le acusó de miopía, por no ver lo que se venía encima).

En este contexto se produjo el shock que desencadenó el tsunami. El 15 de septiembre de 2008, el banco de inversión Lehman Brothers se declaró en bancarrota, por la acumulación de grandes pérdidas a causa del progresivo deterioro de sus activos vinculados a hipotecas, lo que desencadenó un pánico bancario de una magnitud no recordada. Siguió otra oleada de pánico en el mercado interbancario, con crisis de confianza entre instituciones financieras, que hacia imposible que se prestaran entre ellas.

Los bancos centrales tuvieron que aceptar que tenían que intervenir en el mercado de forma heterodoxa. La Reserva Federal ejerciendo un papel que podríamos definir como prestamista de última instancia global, se vio obligada a inundar el mercado de dólares, pues los bancos y otros actores de los mercados financieros habían dejado de prestarse entre sí. Lo mismo ocurrió en el resto del mundo. De hecho, la Fed tuvo que proveer a otros bancos centrales para que estos, a su vez, pudieran proveer a los bancos de sus países de liquidez, pues el mercado mundial también se «secó». Entre septiembre y diciembre de 2008 la inyección de dólares de la Fed supuso doblar la cantidad de dólares de todo el mundo. El paradigma de la Gran Moderación, la contención de la inflación, había cambiado.

(Varios hechos son destacables en este contexto: el tamaño de los bancos, demasiado grandes para quebrar ─too big to fail─, es decir, «el voto económico», superior al «voto de los ciudadanos»; la desregulación de la economía; y el disparo del paro, que las sociedades democráticas no se podían permitir).

La Gran Recesión dejó al menos tres grandes lecciones para la historia económica. La primera es que tarde o temprano las burbujas especulativas explotan. Se produce un deterioro generalizado de la situación financiera de las empresas, de las familias y, finalmente, de los Estados. La segunda lección de la crisis es que una intervención de emergencia del banco central puede evitar los efectos a largo plazo de una quiebra en cadena del sistema bancario. Por último, la tercera enseñanza extraída de la Gran Depresión es que aferrarse a determinados patrones ideológicos puede dar lugar a una enorme fragmentación social. (Este aspecto lo dejaremos para el apartado siguiente de este escrito).

Sin embargo, la enorme inyección monetaria en los circuitos financieros no fue suficiente, pues los banqueros centrales se encontraron que las expectativas económicas se deterioraron hasta tal punto que los bancos preferían guardar el dinero que se les prestaba. La velocidad del dinero se redujo, los tipos de interés tocaron suelo sin que la demanda de inversión y consumo remontara lo suficiente.

Las consecuencias de la Gran Recesión

A mediados de la década de 2010 una cuarta parte de los jóvenes de la zona euro estaban en paro. En los países más afectados por la crisis económica, los niveles de desigualdad han aumentado significativamente desde 1990, (es decir, desde la Gran Moderación que mantuvo ciertos niveles de inflación, aunque bajos).

El segundo gran reto al que se enfrentan las autoridades monetarias es su legitimidad democrática. A pesar de que la integridad de los banqueros centrales está, salvo excepciones, tan fuera de duda como lo está la de la clase política, no parece deseable que se hallen bajo la influencia del sector bancario. Un organismo que decide el precio del dinero, la liquidez del sistema o los objetivos de inflación no debería estar más cerca de los bancos de lo que lo está la mayoría de la población.

Investigaciones recientes en el campo de la economía política han demostrado que las decisiones de la banca central no son neutrales. Al igual que en el caso de los políticos, el pasado y las perspectivas de futuro de los banqueros centrales condicionan sus decisiones. Si no replantean los fundamentos de algunas decisiones ─el nivel de inflación, por ejemplo─ podríamos vivir para siempre anclados en un paradigma que no sería útil a todos.

El economista francés Thomas Piketty ha sugerido que la desigualdad entre los ciudadanos aumentará en un contexto de bajo crecimiento económico. La ausencia de buenas expectativas económicas (bajo crecimiento futuro) contribuye a generar presiones deflacionistas. En un contexto como este, las rentas del capital se irán comiendo las rentas del trabajo. Por decirlo de otro modo, los intereses de las deudas (que aumentan en términos reales con la deflación) desplazarán a los salarios (que no aumentan en este escenario de bajada de precios). Por tanto, resolver una crisis económica a golpe de deflación es esencialmente injusto. De la misma manera, también es injusto estimular el crecimiento económico a golpe de inflación descontrolada. Históricamente, esta reflexión ha permanecido demasiado encerrado en la academia y en la banca, y, en favor de la democracia, debe afrontar la aprobación de una ciudadanía no experta, pero sí informada.

En consecuencia: la salida de la crisis se está haciendo a costa de los débiles y beneficiando la riqueza del 10% más rico de la población y, más destacadamente, del 1% de los más ricos. Se trata, en definitiva, de un manejo político escorado a la derecha, con gran aparato de agit-prop. La situación actual la resumió brillantemente el especulador bursátil Warren Buffet, llamado el oráculo de Omaha, que cuenta con aventajados discípulos entre los gestores de los fondos de inversión españoles. W. Buffet afirmó: «La guerra de clases existe y … la estamos ganando los ricos». Conclusión: ¿de dónde habrán salido los movimientos populistas, neonazis, anticapitalistas, xenófobos, separatistas y otras formas de descontento social?

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