Las aguas subterráneas: ¿una problemática mal enfocada? (II)

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Nuestra compañera de Acuademia, Donça, me parece que ha abierto un buen melón comenzando a poner en cuestión aspectos sustantivos del régimen jurídico de las aguas subterráneas de nuestro país. Para ello parece contar con la inestimable ayuda e inspiración de Santiago Ramos, viejo maestro de tantas cosas. Habrá que ver donde termina la revolución iniciada en un vaso de agua. Mientras tanto me permito contribuir a la «cuestión», pero no con unas apostillas a su entrada, sino abusivamente, metiéndome en medio de la escritura y robándole descaradamente el turno. Me apropio, pues, de su tema y lo continúo. Donça, supongo que no te molestará, ¿verdad, rica? Siempre podrás escribir la tercera entrada de la serie.

La Donça revolotea alrededor de las razones por las que se incorporaron a nuestro ordenamiento jurídico las Comunidades de Usuarios de Aguas Subterráneas, pero, a mi entender, no acaba de centrar bien el tiro. Hagamos un recorrido por el tema.

La promulgación de la Ley de Aguas de 1985 trajo una fuerte oposición por la incorporación de las aguas subterráneas al dominio público hidráulico, que constituía una de sus principales novedades respecto a la venerable (y vetusta) ley de 1879. Partió principalmente de profesores universitarios de hidrogeología y de derecho, de ideología conservadora, con frecuencia asociados políticamente. Hasta entonces había una separación entre las aguas superficiales (de dominio público del Estado), de las subterráneas (de dominio privado, propiedad de quien las alumbrase, aunque naturalmente habría que contar con la autorización del propietario del predio). La separación esquizofrénica había dado lugar a un sinnúmero de conflictos cuando se desarrollaron potentes medios de extracción de aguas subterráneas (turbinas hidráulicas sumergibles de hasta cientos de kW de potencia), capaces de proporcionar abundantes caudales que «distraían» aguas superficiales de sus corrientes naturales o producían serias afecciones ambientales a manantiales, nacederos, lagunas y humedales. Eran paradigmáticas las amenazas y la degradación de lugares emblemáticos como Doñana, Las Tablas de Daimiel, cuenca del Segura, Los Arenales de la cuenca del Duero, Campo de Dalías, Mancha de Albacete, Lagunas de Ruidera, etc., en general causados por la sobreexplotación de los acuíferos alimentadores. Había que dar solución a este problema a la luz de los progreso de los conocimientos hidrogeológicos. La nueva ley, por fin, admitía el principio científico de la unidad del ciclo hidrológico y sus consecuencias respecto a la ordenación de las extracciones de aguas subterráneas y la consideración del uso conjunto de unos y otros recursos para atender a necesidades de forma sostenible económica, social y ambientalmente.

Los influencers o políticos conservadores a los que nos referimos, difundieron la idea de que la nueva Ley de Aguas iba a socializar (léase expropiar sin indemnización) los pozos, como medio de agitar al campo y ponerlo en contra de la llegada al poder de otros nuevos actores políticos, que podrían erosionar sus tradicionales privilegios. Pero el Tribunal Constitucional (STC 227/1988, de 29 de noviembre) sentenció la constitucionalidad de la Ley (no sin algunos pellizcos), por lo que dicha oposición comenzó a perder intensidad. A lo que se unieron las disposiciones transitorias de la propia Ley sobre la continuidad de los aprovechamientos de manantiales y pozos, planteando opciones sobre su situación jurídica futura. En la práctica, dichas opciones se tradujeron en una manga ancha para todas las captaciones existentes. Con ello el objetivo último de «levantar» al campo por las cuestiones de aguas subterráneas, se desinfló fuera de bufetes de litigios. Los intereses conservadores del campo se refugiaron en las asociaciones profesionales agrarias de defensa de intereses tales como la gestión de las ayudas de la PAC; en cuestión de aguas, se centraron en el desarrollo de más regadíos mediante la construcción por el Estado de presas y trasvases.

No cejaron los influencers de las aguas subterráneas en su empeño de agit-prop, apoyados desde cenáculos y capillas;pasaron a cuestionar la política ministerial en relación con el mantenimiento de las zonas húmedas sujetas al Convenio de Ramsar y, sobre todo, a la constitución y dominio ideológico de las Comunidades de Usuarios de Aguas Subterráneas (CUAS). Se ampararon en paraguas metodológicos como el «Comunitarismo» (no confundir con el comunismo; se trata precisamente de lo contrario). Se trataba de organizar «asociaciones intermedias» entre el individuo y el Estado, como han explicado con posterioridad autores próximo como por ejemplo Pérez Adán en La salud social. De la socioeconomía al comunitarismo. Tenían ─y siguen teniendo─ como objetivo la creación de agrupaciones de propietarios de pozos en defensa de sus intereses frente al Estado, constituyendo de esta manera grupos de presión políticamente afines. Se da la circunstancia de que el propio Estado les otorga a dichas Comunidades el papel de entidad de derecho público; es decir, la Administración se crea sus propios problemas.

Donde han adquirido mayor pretensión estas formas de actuación es en los alrededores de Madrid, en el Acuífero Terciario Detrítico (ATDM) intentando constituir una asociación de derecho privado, es decir, al margen de la Ley de Aguas. Su interés radica en el uso del agua en las urbanizaciones de alto standing y comunidades de vecinos con piscina y superficies de césped. Como el uso de agua es elevado y el suministro público (Canal de Isabel II) les aplicaría una tarifa muy elevada por metro cúbico (tercer bloque) tanto en el abastecimiento como en depuración, se trata de utilizar un bien público (el agua subterránea) para zafarse de dichos pagos, de forma insolidaria con el resto de ciudadanos de la Comunidad de Madrid, que contribuyen equitativamente a los costes de las infraestructuras de suministro y depuración, así como los gastos generales de gestión del sistema de abastecimiento a la Comunidad de Madrid.

La cuestión podría plantearse en los siguiente términos: ¿se consentiría que un grupo de propietarios se pudiese independizar en cuanto a su abastecimiento de las redes generales de suministro, solicitando la concesión de una parte del embalse de El Atazar (pongamos por caso) para su propio abastecimiento por resultarles ventajoso económicamente? ¿O es que, por el contrario, no nos acabamos de creer que las aguas subterráneas pertenecen también al dominio público hidráulico desde su proclamación en la Ley de Aguas de 1985?

Termino enseguida, Donça, de abusar de tu espacio. Solo quiero señalar mi sorpresa absoluta ante el papel de unos funcionarios que no han acabado de asimilar el papel del Estado de administrador de los bienes públicos y árbitro en las contiendas entre particulares o entre estos y entidades de carácter público (abastecimiento urbano). En definitiva: en nuestro corpus legal de disposiciones sobre las aguas subterráneas no se han terminado de captar bien, o no se han aprehendido correctamente, sus características y formas jurídicas para la correcta administración de este bien común. ¿Qué hacer? Si la realidad es inconcebible ─decía Hegel─ tenemos que forjar conceptos inconcebibles. Tal se hizo en la Teoría de la Relatividad y en la Mecánica Cuántica; y bajando el listón en la Directiva Marco del Agua. ¿Por qué no repensar qué hacemos con la administración de las aguas subterráneas como bien común, que es un tema muchísimo menos exigente que los anteriores?

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