Propuesta de revisión de las bases de la política del agua

Amigo lector: supongo que habrás leído el título de la presente entrada y habrás hecho una mueca de desagrado. Quizás te hayas preguntado: ¿pero quién es éste que se esconde detrás del falso nombre de Quijotero, seudónimo de poco gusto, que pone un título desmesurado y fuera de lugar? ¿Quién se habrá creído que es? Pero, ¿de verdad pretende solucionar de una tacada los nudos gordianos en los que nos hemos enredado en nuestra política del agua; la jungla legal en la que nos hemos engolfado; el no saber a qué atenernos en cuanto a la Directiva Marco del Agua europea; el castillo de naipes de nuestra planificación hidrológica de tipo «universal»; sin saber si tirar por los trasvases, las desaladoras, la gestión de la demanda o las retóricas medioambientales; o, en último término por las cantamañanadas del uso de resiliencias varias vengan o no a cuento; etcétera, etcétera, etcétera?

Supongo que estarás convencido de que Quijotero, fuere quien fuere, tendrá pocos títulos y menos arrestos para tan magna labor que ilusamente se propone. Y llevas toda la razón. Pero, si todavía no has abandonado la página, ¿qué pierdes con echar un vistazo más abajo? Te puedo prometer y lo haré, que lo que sigue será tan largo en ambición como breve en desarrollo. 

El gran pantanal en el que se encuentra metida nuestra política del agua se debe, a nuestro juicio y en gran síntesis, a dos importante factores: a) la invasión del circo del agua por los «especialistas» de diversa laya; b) la dimisión del Estado de sus funciones como amo de la pista circense. Me explicaré un poco más antes de pasar al capitulillo de las soluciones.

El ordenamiento técnico-legal de la política de aguas ha caído, por una parte, en manos de administrativistas de gran facundia y barroquismo desde la Ley de Aguas de 1985. Basta ver los farragosos textos legales y reglamentarios con los que han obsequiado a los administrados, auténticas jerigonzas, textos ilusos, imposibles de cumplir también por la administración, y lo que es peor, innecesarios (decía el aforismo clásico: «aquello que no es necesario hacer, es necesario no hacerlo»). Pero también los científicos y técnicos especialistas que han intervenido en la redacción de los textos se han emborrachado de sus propios conocimientos, sin saber salir de sus melindrosas orejeras, elaborando unas determinaciones minuciosas para la planificación hidrológica, convertida en piedra angular de la ordenación de los recursos hídricos con total desmesura. Vale traer la crítica que Hayek (Camino de servidumbre, 1944) a la planificación económica «centralizada»: «La ilusión del especialista, de lograr mediante la planificación mayor atención a los objetivos que le son más queridos, es un fenómeno más general que lo que sugiere la palabra especialista (…) Del virtuoso defensor de un solo ideal al fanático, con frecuencia no hay más que un paso. Aunque es el resentimiento del especialista frustrado lo que da a las demandas de planificación su más fuerte ímpetu, difícilmente habrá un mundo más insoportable ─y más irracional─ que aquél en que se permitiera a los más eminentes especialistas en cada campo proceder sin trabas a la realización de sus ideales».

Vayamos ahora a la otra parte de la cuestión: el papel de la Administración hidráulica. Parece como si hubiese perdido su lugar, que era históricamente el de construir y gestionar las infraestructuras hidráulicas, labor ante la cual la administración del dominio público hidráulico quedaba empalidecida. En cuanto se ha considerado que la mayor parte de las presas de embalse viables estaban ya realizadas, y el «ambiente» no estaba por la fontanería de enlazar las diversas cuencas mediante trasvases, la política hidráulica tradicional entró en modo zombi. La administración tradicional cedió el paso a los «especialistas» en campos específicos, declinando a su favor la «creación» de ideas, que es tanto como hacer su propio funeral con misa cantada. En esa tesitura, los funcionarios de la administración, ante la todopoderosa «participación pública», se han metido en el burladero, esperando que los especialistas ocupen el ruedo en ejecución de sus «faenas». De nada vale las consideraciones hegelianas al papel del Estado como árbitro de las contiendas entre particulares, ni la apelación azañista del papel «civilizador» del Estado para progreso de los diversos campos de las necesidades sociales. Porque, paradójicamente, la intervención de los especialistas pretende asignar al Estado un papel omnipotente y omnisciente, totalmente intervencionista a favor de las ilusiones del especialista de cada materia. En la crítica de estas situaciones podrían citarse los «santos» liberales, como Popper (La sociedad abierta y sus enemigos, 1994), cuando afirma. «Si planificamos demasiado, si le damos poder al Estado, entonces perderemos la libertad y ese será el fin de nuestra actuación. La tentativa de llevar el cielo a la tierra produce como resultado invariable el infierno». Todo ello, sin caer en la cuenta de que se coloca a los servidores públicos en un papel comprometido, pues al no poder cumplir las minuciosas determinaciones que los «especialistas» (administrativistas o cientificistas) han plasmado en el boletín judicial, se convierten en «carne» de los tribunales de justicia ante cualquier denuncia por incumplimiento de las normas.

Llegados a este punto, las posibles propuestas («yendo de la ley a la ley») no pueden ser otras, en síntesis, que las de «desmontar el tinglado». El papel de la transición política de 1976 consistió en desmontar el tablado de la dictadura, limpiando la situación de las «leyes fundamentales permanentes e inmutables» para comenzar, de nuevo, la construcción del edificio democrático. En el teatro del agua cabe hacer otro tanto: partir de cero, ver las obligaciones ineludibles, y limpiar, limpiar, limpiar. Veamos cuáles son las obligaciones ineludibles que debe subsistir en el nuevo teatro del agua.

La Directiva Marco del Agua europea. España viene obligada a cumplir dicha Directiva. Pues bien, cumplámosla in puris naturalibus, sin aliños ni aditamentos. Porque al hacer la trasposición a nuestro ordenamiento jurídico, nuestros especialistas celtibéricos han pretendido dar una lección a los europeos, haciendo un mix indigerible entre la Directiva europea y nuestra rancia planificación hidrológica. Y ha salido el monstruo de Frankenstein, con la cabeza de un ahorcado y las piernas de un fusilado. Ahí se tiene por ejemplo el galimatías que han organizado los especialistas con el «régimen de los caudales ecológicos», sus metodologías y sus incertidumbres, cuando tales jerigonzas están ausentes de la Directiva europea. Si hay que establecer caudales ecológicos mínimos para que nuestros ríos sigan siendo ríos (que hay que conservar), pónganse un caudal ecológico mínimo donde sea necesario y fíjense unos parámetros flexibles (en función de cada circunstancia particular) pero acotados, no indeterminados. Así con otras determinaciones, como el régimen concesional, la gestión de los saltos hidroeléctricos, etcétera. En definitiva, nos hemos liado, pero bien. Hay que volver la «biblia» de la Directiva, discutiendo lo que haya que discutir en Bruselas, pero no sembrando el caos en nuestra piel de toro por medio de “incisos y añadidos” en la trasposición de la Directiva.

¿Qué hacemos con nuestra planificación hidrológica, la de los regadíos ante todo y sobre todo (80% de los usos consuntivos)? Está aceptado que la planificación pertenecía al ámbito de los países de economía centralizada (comunistas, para entendernos). Ningún país occidental admite hoy la planificación económica, que se deja (quizá con exceso) en manos del dios mercado. En tiempos de la dictadura de Primo de Rivera se crearon en España los monopolios: para el agua (Confederaciones Hidrográficas, 1926); para la energía (Campsa, 1926) y de comunicaciones (Telefónica, 1927). Solamente subsiste la del agua pero, ¿es necesario? La planificación hidrológica española se articula mediante los planes de cuenca y el Plan Hidrológico Nacional. El último Plan Nacional de 2001, el del trasvase del Ebro, ha sido, sin ningún género de dudas, el último elaborado y rechazado frontalmente ─como los intentos anteriores─. En cuanto a los planes de cuenca constituyen un bastardeo de los «Planes de gestión de cuenca» preconizados por la Directiva Marco. ¿Qué pasaría si nos cargásemos nuestros planes hidrológicos de cuenca y los sustituyésemos por los que establece la Directiva Marco? Respuesta: que simplificaríamos y ordenaríamos nuestra gestión del agua de acuerdo con los valores actuales y nos alinearíamos con el resto de los países de la Unión Europea. Quedarían ordenados los recursos, determinando qué cantidad de agua debe quedar en los ríos y, en consecuencia, se establecería el régimen concesional y de policía, la administración del agua, la participación pública, etcétera. Hay que reconstruir todo el edificio de la administración pública del agua, utilizando los materiales de derribo que puedan ser aprovechables, pero sin que el pasado condicione excesivamente el futuro.

Estoy viendo tus objeciones, lector que me has acompañado hasta aquí. Me dices: ¿y que pasa con nuestros regadíos, que con tanta politiquería se vocean? Te contestaría con más espacio, pero te adelanto la síntesis de la respuesta: No pasaría nada, se dejaría la iniciativa en manos de la iniciativa privada, sometida al las determinaciones de una administración del agua responsable, con recuperación íntegra de costes, nada de subvenciones ni en las infraestructuras, ni en el agua, ni en los productos. Solo nos quedaría por sufrir (y soportar) una PAC de privilegios y sinrazones. En un mundo globalizado el mercado no quedaría desabastecido; en caso necesario se importarían productos agrícolas de terceros países, sobre todo menos desarrollados (reduciendo, al paso, el problema de la emigración). Las producciones nacionales se orientarían (ahora sí, con posibles ayudas) hacia producciones ecológicas, saludables y de calidad, como se está haciendo en los países europeos punteros. Este papel corresponde a la administración agraria, por lo que habría que mejorar los mecanismos de coordinación entre administraciones nacionales y autonómicas.

En síntesis, como diría el joven Ortega hace más de un siglo (hacia 1914). «España es el problema; Europa, la solución».

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