La transición democrática española vista para mayores sin reparos

“Quizá nos hicimos mayores cuando descubrimos que era el pasado el que cambiaba siempre, y que el presente seguía en general inmutable. Bastaba echar un vistazo a la llamada «transición democrática» para que nos expusiera, como en un espejo, lo mucho que había ido cambiando nuestro pasado y la resistencia del presente a transformarse.

En 1979 (…) aparecía como un encaje de bolillos con tres encajeras: Torcuato Fernández Miranda, Adolfo Suárez y el Rey. Había unos cuantos más apostados a la vera de la mesa, observando y metiendo baza, pero los que marcaban las reglas del juego eran tres.

Luego el tiempo fue aparcando a uno. Torcuato se convirtió en una especie de espectro paterno de Hamlet, al que quitaron la posibilidad de poder decir sus frases, y al que quedaría desde entonces al fondo del escenario, sin la posibilidad de hablar, mudo para siempre. Moriría en un hospital de Londres, en julio de 1980, cuando visitaba a uno de sus hijos. Adolfo Suárez, aún presidente del Gobierno, manifestó con rotundidad que no asistiría a su funeral, y allí estuvo el reclinatorio, esperándole ostentosamente.

Y por fin le tocó el turno a él. El turno de Suárez llegó en enero de 1981. Aguantó hasta bastante más allá de lo que sus adversarios calculaban, y fue muy arrogante en su derrota, pero por más que se revolvía, tratando de sacar pecho y cabeza, no hubo manera. Fue entonces cuando volvió a cambiar el pasado, y aseguraron que había asumido el ostracismo político con enorme dignidad. Todo más falso que el papel moneda. Puro referente.

Al final se quedó el Rey, el motor de la transición y el cambio, solo, apenas con algún «mecánico», que es como se llamaban antiguamente a los conductores que además servían un poco para todo.

Y entonces llegó la foto y aparecieron las puertas del cielo: el homenaje al sacrificado. El Rey, de espaldas, echándole el brazo por detrás a un Adolfo Suárez en camisa, recogida hasta los codos, y algo encogido por la enfermedad implacable. (…) Ese Adolfo Suárez o, más exactamente, lo que quedaba de aquel hombre que fue odiado hasta la patología, cuyo nombre representó para sus odiadores innúmeros la vileza y la mentira, y que llegó de derrota en derrota hasta la victoria final. Porque la gran vitoria de Adolfo Suárez sobre sus enemigos es póstuma. Esperaron a verle humillado y derrotado para exclamar todos a una: ¡Qué grande fuiste, Adolfo! (…)

Quizá el secreto mejor guardado de su vida se redujera a algo tan difícil e inasequible como eso: que Adolfo Suárez acabó siendo lo que nosotros quisimos que fuera. Siempre habrá un Suárez para cada uno”.

Pasajes de la «Introducción en tres tiempos» del libro: Adolfo Suárez. Ambición y destino (2009), del que es autor Gregorio Morán. Ed. Debate. 

El libro, de 639 páginas, está (ahora) considerado, por autores independientes, como el mejor texto sobre la transición democrática y la figura de Adolfo Suárez. Y digo ahora, porque una primera biografía sobre el político (Adolfo Suárez: historia de una ambición), publicada en 1979 (es decir, en la cumbre del biografiado) mereció una abundante repulsa por gran parte de la crítica de uno y otro lado político. Por ejemplo, el inefable Antonio Papell, progre impenitente y director (¡ay!) de la Revista de Obras Públicas, dijo que a personas como el autor habría que echarlas de España. Otro crítico calificó la biografía de «casi pornografía política». Es decir, una sugerente invitación a su lectura.

El libro de ahora, reescrito en 2009, es una de las mejores y más divertidas lecturas que se pueden llevar a cabo en estos tiempos de encierro por pandemia, y … ¡aunque no lo fuesen! Para los que están (estamos) hartos de relatos hagiográficos y beatíficos y conservan (conservamos) la curiosidad sobre tantas cosas que no llegamos a entender del todo de nuestro pasado político, es como un destello de luz. Con su lectura van quedando las cosas en su sitio … y los personajes también. Por ejemplo, no podemos contener la carcajada cuando Adolfo Suárez Illana es calificado paladinamente de majadero por afirmar que «mi padre fue el que trajo la democracia a España», como si de un automóvil de importación se tratase.

Del autor, Gregorio Morán, ya tuvimos oportunidad de leer algunos libros suyos excelentes: por ejemplo, «El maestro en el erial. Ortega y Gasset y la cultura del franquismo» (1979), patética descripción de la cultura de la posguerra, y «Miseria y grandeza del Partido Comunista de España 1939-1985», con el inolvidable capítulo en el que la Pasionaria intercede ante Stalin para que retire del frente a su enamorado Antón. Gregorio Morán, que abandonó el Partido Comunista en 1976, pertenece a la inmarcesible categoría de los desconversos o descreídos, que se encuentran en la libertad de poder decir lo que les parece; categoría en la que se pueden encontrar Arthur Koestler (El cero y el infinito, Oscuridad a mediodía, 1941); George Orwell (1984, de 1949); Albert Camus (El hombre rebelde, 1951). En España, quizá en la lista están los que en un tiempo fueron claramente «totalitarios», políticos y/o religiosos, y luego caminaron hacia la democracia, como Dionisio Ridruejo, Pedro Laín, Joaquín Ruíz Giménez, … Se trata de personajes incomodos para el poder y la oposición. Por eso merece la pena leer los libros de los «malditos», lenguaraces y certeros. Nos ayudan a revisar nuestras ideas no solo sobre el pasado.

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